Rescate de un
nombre C.Lembo/2004 dr
Nací
y me crié en la ciudad de Montevideo. En
la frontera entre el Parque Rodó y Palermo.
Cómo sabrán, las fronteras son muy
interesantes. No se trata de líneas divisorias limpias y tajantes sino más bien
de zonas más o menos anchas y de bordes difusos, de espacios que se van transformando día a día. Tan es así,
que uno en zona de frontera no sabe bien de qué lado está. Lugares de tránsito
permanente, de ajetreo constante. Nunca nada está en su lugar, porque nada tiene
su lugar. No hay en estos espacios leyes
absolutamente claras, ni hábitos establecidos definitivamente. Hay que aprender
diariamente códigos nuevos.
Mi infancia fue primero contemplar
el vaivén de la vida que pasaba por mi vereda, sentado en el escalón del zaguán
de mi casa. Más tarde fue transitarla poco a poco con cierta prudencia pero
mucho más curiosidad, hasta apoderarme de ella y reconocer, más allá del
almacén de Baldomero, un territorio que podía extenderse hasta los límites de
la imaginación.
Siempre recuerdo el sol de primavera
cayendo a plomo al atardecer sobre la calle San Salvador, que se vestía de
naranja para la ocasión. Yo lo miraba desde la esquina con la calle Requena.
Todos los años por las mismas fechas.
Así
que, me crié en la ciudad, en la frontera entre dos barrios, entre dos mundos.
Pero no sé por qué razones empecé
a agarrarle el gusto a las cosas del campo. Porque como saben, está la ciudad y
está el “campo”. Y en este caso, la frontera es más nítida. Casi podríamos
hablar de dos países.
Y
repito que no sé muy bien por qué me empezó a gustar el campo, aunque lo
sospecho.
Será que mi padre, Ingeniero
Agrónomo, me llevaba de botija como acompañante en sus inspecciones de chacras
y estibas de granos y papas. Ahí le empecé a agarrar el gusto, seguro. Conversando
con los chacareros y peones, escuchando la música y las voces del campo.
Hablando de música… recuerdo un
viejo tocadiscos donde pasaba las horas escuchando viejos y nuevos discos de
música “folclórica” que delicadamente y sin aspavientos, mi Vieja dejaba como
al descuido sobre él, para que yo los encontrara como por casualidad. Entre
ellos aparecía una nueva música que fundía estilos telúricos con ritmos
ciudadanos, vehículo de textos que
reflejaban la creciente conflictividad social de aquel entonces. Por ahí andaba
Daniel cantándole a los hombres de nuestra tierra.
Cuando
cumplí 15 años, mi Viejo me regaló una guitarra. De las buenas. Española.
La
misma que miro en este momento, treintaycinco años después, descansando contra
una pared de mi cuarto, tentándome para mudar mis manos del teclado de este PC
a su mástil, a su caja, a su encordado.
Terminado 4º de liceo, tuve que
decidir qué estudiar, porque “o estudiás o trabajás”. Elegí Agronomía. Elegí el
campo.
Por aquel entonces nos hacían un
“test vocacional” en la enseñanza preparatoria. Con tal mal tino, que en vez de
hacerlo antes de elegir rumbo, lo hacían cuando uno ya estaba metido en algo.
Yo ya estaba en preparatorios de Agronomía, pero el “test” marcó una firme
predisposición a las artes. La psicóloga lo arregló de esta manera: “Bueno, tú
eres un chico plétora de inquietudes! Y la Agronomía tiene de todo!” Suerte en
pila…
Los dos años de preparatorios para
entrar a Facultad fueron muy movidos, el 70 en el viejo IAVA y el 71 en el
“Dámaso”. Pero a los tropezones, en julio del 72 ingresé a Facultad.
Por aquellos tiempos, se había
impuesto un período de adaptación previo al ingreso a Facultad. Consistía en
una estadía de 15 días en una de las estaciones experimentales de la Facultad,
a efectos de participar activamente en tareas del campo. En tono de broma, lo
llamaban el “gaucho training”. Se combinaban actividades de campo con clases
teóricas de introducción a la realidad rural. Puedo asegurar que allí uno se
daba cuenta si había elegido bien la carrera. Chapotear en la bosta del tambo a
las 4 de la mañana o pasar 6 horas sentado al volante de un tractor, fue una
experiencia que a más de uno o una lo/a hizo cambiar de carrera. Un excelente
test vocacional práctico, a la vez que una sutil limitación al ingreso sin
agredir los tabúes varelianos.
En mi caso, esta experiencia me
tocó vivirla en la Estación de Bañados
de Medina, en el departamento de Cerro Largo, junto con varios compañeros que
como yo, se lanzaban a un proyecto de vida más o menos azaroso.
El grupo de futuros alumnos
aspirantes a Ingenieros Agrónomos se dividió en dos subgrupos. El primer
subgrupo, del cuál formé parte, pasó su estadía en la Escuela durante la
segunda quincena de julio del 72.
Disfruté mucho ese período. Tanto,
que junto con dos compañeros, el Piraña y el Gallego, pedimos permiso para
repetir la estadía junto al segundo subgrupo, en la primer quincena de agosto.
Y así fue, nos colamos en la
segunda tanda. El Gallego, el Piraña y yo.
Llegados a la Estación para participar
de la segunda tanda, ya éramos considerados “veteranos” por los que recién se
integraban. Nos gustó exhibir cierto
aire de superioridad frente a los nuevos compañeros. Después de todo, teníamos
15 días más de experiencia.
Entre los “nuevos”, conocí a Marito. Él venía de Casupá. Pronto nos
hicimos amigos…..Recuerdo una noche en que, finalizadas las tareas diarias,
Marito y yo salimos por la nuestra a recorrer las instalaciones de la Escuela y
a conversar un rato. Nuestros pasos nos fueron llevando a los galpones y
bretes, ya sobre el borde de las poblaciones…….
…………………………………………………………………………….
Bajo unos techos de chapa, pegados
a los bretes, se veía un fueguito y una pavita hechando vapor. Al costado, un paisano
de altura imponente, melena y barba largas, espesas y blancas. Sobaba tiento.
Andaba por los 70 años el viejo, según calculé.
Nos acercamos, y con el cuidado
que debe tener todo recién llegado, saludamos y pedimos permiso.
El hombre invitó a pasar.
Nos presentamos.
El dijo un nombre y apellido que hoy
quisiera recordar y nos invitó a sentarnos sobre unos troncos que a modo de
bancos se disponían alrededor del fuego.
Ante nuestra curiosidad, nos
explicó que estaba sobando tientos para trenzar lazos. Así que el viejo resultó
ser el guasquero… Guasquero de la vieja estancia convertida en escuela de
agrónomos.
Con la llaneza propia de un hombre
de campo, frente a dos jóvenes apenas saliendo de la adolescencia, nos ofreció
enseñarnos a sobar tiento y trenzar lazos, entre mate y mate, claro.
El hombre estaba contento de poder
exhibir sus destrezas.
Nosotros, quietitos y atentos.
-Vé?
Se hace así…. indicaba el viejo, mientras que con dedos dignos de guitarrero,
entreveraba los tientos atados a un poste, formando una trenza cada vez más
larga, hasta llegar a una longitud de varios metros. Finalizada la trenza,
tiraba con fuerza de uno de los tientos y ¡TTRRRRRR! … la trenza bailaba y se
deshacía, devolviendo la libertad a los tientos cada vez más blanditos por
efecto de este tratamiento a que los sometía una y otra vez..
Por turnos, Marito y yo ensayamos
a pedido suyo. Daba gusto sentir el cuero engrasado pasar entre los dedos,
dócil.
Por ahí, el Viejo se acordó del
mate que esperaba sobre un tronco al lado del fuego y nos ofreció retomar la
mateada. Claro que sí…
Y arrancó una charla que nos fue
llevando de a poco a un estado de intenso placer.
Porque
el Viejo comenzó a contarnos su historia…
Con oídos y ojos bien abiertos,
seguimos quietitos. Estábamos empezando a vislumbrar, mientras el Viejo
hablaba, y a través de múltiples cortinas de niebla que sus palabras disipaban
poco a poco, otro mundo que se enraizaba en el tiempo, en otras dimensiones.
Mientras destrenzaba palabras y
tientos, nos contó que había sido guasquero toda su vida. El oficio lo había
aprendido del padre.
Nacido en un hogar rural pobre,
era el único miembro vivo de su familia.
-
Tuve 17 hermanos, todos murieron de tuberculosis…, dijo, mientras se
le hundía la mirada en las brasas del fogón.
-
Siempre anduve por estos pagos de Cerro Largo, de peón de estancia,
sabe…?.
Pero su oficio, que dominaba a la
perfección, era el de guasquero.
Tenía esa habilidad en los dedos
necesaria para trenzar lazos y también la de la mente para trenzar historias. Y
así nos fue llevando, trenzando historias, por escenarios, tiempos y
situaciones que nos parecían
fantásticas, sobretodo para dos jóvenes aspirantes a agrónomos y criados en la
ciudad.
Lo dejamos hablar, tranquilo. ¿Qué
otra cosa podíamos hacer? De vez en cuando le preguntábamos algo, más que nada
para demostrar nuestro interés y nuestro deseo de que continuara contándonos
historias, aunque el Viejo sabía clarito.
En determinado momento, se calló. Miró
para un costado, estiró el brazo y tomó un viejo estuche de guitarra.
-
Podemos tocar la guitarra… dijo.-
Marito
y yo nos miramos como si hubiera que pedir permiso a alguien. Ah!, la noche prometía no sólo historias sino
también canciones…
Desenfundó una viejísima guitarra de
cuerdas de acero, templó, y cantó unas preciosas canciones camperas totalmente
desconocidas para mí.
Luego
de unas cuantas, a Marito se le ocurrió decir:
-
Sabe que acá mi compañero también sabe tocar un poco, no…?
El Viejo me miró y se interesó
vivamente. Habría visto en mí a alguien capaz de responderle con el
instrumento, quién sabe, o quizás leyó en mis ojos mis ansias de contestarle
con alguna canción, alguna de aquellas que yo, por esa época, rascaba en la
guitarra. Así que me pasó la guitarra.
Tomé
el instrumento y arranqué a tocar…. O eso pretendí. Mi ímpetu duro apenas unos
segundos.
El Mi mayor con el que quise
arrancar no se parecía a un Mi ni apenas.
Con
torpeza le pedí permiso al viejo y templé de nuevo la guitarra, a mi manera, cosa
que me costó bastante. MiSiSolReLaMi y chau.
En mi petulancia de adolescente, lo
primero que pensé fue que el viejo no sabía afinar.
¿Pero
entonces, cómo se había mandado esas canciones tan buenas? Si no sabía afinar,
¿por qué sonó tan bien?
Años después, amigos músicos
supieron sugerirme una respuesta. Sucedía, mire Usté que el viejo usaba una
afinación diferente (hoy lamento no haberla anotado). Era ni más ni menos que
una afinación antigua, una joya casi arqueológica, viva todavía en las manos
del Viejo. Bué, la cosa fue que el Viejo, callado, aceptó caballerosamente que
yo afinara diferente. Y canté. Canciones con “contenido social”, digamos, “de
protesta”, a tono con los tiempos que corrían por aquel entonces. Salió alguna
de Viglietti, otra del Numa, dos o tres de los Olimareños… Lo mejor era que el
Viejo asentía con la cabeza al escuchar, con su cabeza blanca apoyada en su
mano.
Bueno, la cosa fue que entre mates,
tientos y canciones, se nos vino la medianoche arriba y nos tuvimos que
despedir por esa ocasión. Agradecimos al Viejo su hospitalidad y nos retiramos
a los barracones donde dormíamos. El resto del grupo descansaba plácidamente.
Nos acostamos. A la madrugada siguiente nos tocaba guardia en el tambo…
Yo
no me podía dormir. Todavía pensaba en el encuentro con ese viejo mágico de
pelo y barba blancos.
Los días siguientes fuimos
absorbidos por una ola interminable de tareas rurales, que una fila
interminable de docentes nos asignaba, en base a una interminable lista
programada meticulosamente para asegurar nuestra primera inmersión en el mundo
rural.
Al
viejo guasquero no lo volví a ver.
Jamás
lo olvidé, aunque perdí su nombre…..
……………………………………………………………………………………
Han pasado muchos años. Vivo en
Montevideo, aunque por razones obvias muy frecuentemente viajo al “interior” o
me voy para “afuera”. Dos maneras paradójicas de decir lo mismo, de hablar de
una frontera, ésta sí, bastante nítida. Sigo sintiendo el mismo afecto e
interés por el campo y su cultura que desde aquellos días en que elegí mi
carrera.
En fin, los domingos descanso.
Una de las maneras preferidas de
descansar, consiste en recorrer la feria de la calle Tristán Narvaja, una especie de exposición
discepoliana de artículos de la vida cotidiana de los uruguayos, donde uno
puede encontrar de todo, menos aburrimiento.
Un
domingo, de esos domingos que frecuentemente compartimos de vez en
cuando con mi amigo Joaquín (hermano del alma, como dice él, y yo terminé
aceptando ese parentesco porque a fin de cuentas, de los cincuenta años vividos
por cada uno, 88 los compartimos de una manera u otra), salimos para la
recorrida por la feria.
Me parecía que había sido ayer nomás
que, como adolescentes, recorríamos las mismas calles, buscando las mismas
cosas siempre. Uno siempre busca lo mismo, más o menos, y afortunadamente nunca
encuentra lo que lo satisface cien por ciento, lo que mantiene permanentemente
el deseo de buscar cosas nuevas.
Mi amigo, el Flaco (le quedó el
apodo de aquella época, a pesar de no ser hoy digno físicamente de tal apodo), tiene
sus propios recorridos, que gusta mostrarme a la vez que me presenta nuevos
amigos entre aquellos que luchan en sus puestos por vender algo.
Entre ellos, los preferidos son los
cuchilleros. Gente que sabe de cuchillos.
Los cuchillos siempre constituyeron
una gran atracción para el Flaco. Tanto, que se hizo a su vez experto en el
tema, como en otros temas, pero en éste en especial. Experto y coleccionista.
Ama los cuchillos tanto, que cuando
me regala algo, es casi siempre un cuchillo, unido a una larga explicación
necesaria para comprender al detalle la calidad y características del útil
instrumento. El regalo se materializa a cambio de unas monedas, según la
tradición, con lo cual me queda claro
que por lo menos hay una cosa con la que no quiere cortar, y es con nuestra
amistad. “Que lo que une la amistad no lo corte el cuchillo”. Se dice tal
frase, se entregan las monedas y se recibe el regalo.
Así que acepto con gusto los
cuchillos que el Flaco me regala a cambio de monedas, y éstos pasan a deambular por cajones, repisas, estantes y
estuches de mi casa, como recordatorios de que siempre es elección de uno mismo
cortar con algo.
Estamos en la feria.
Ese domingo fue especial. Conocí, de
la mano del Flaco, al viejo Lenon.
Veníamos bajando por Tristán Narvaja
hacia la calle Uruguay.
-
Vení, te voy a presentar a Lenon.- dijo el Flaco.
Yo pensé para mis adentros: “Zás,
ahora tenemos para media hora por lo menos hablando de cuchillos y yo que tengo
que buscar la repisa de hierro forjado que me pidió la Flaca…”
Agarré el termo que ya me
acalambraba el brazo izquierdo, y me cebé un mate, preparándome para una larga
escucha.
Desde una distancia que estimé en
unos 30 metros ,
ya se lo divisaba a Lenon.
La verdad, me atrajo su apariencia. Vestido
a la usanza del campo. Presté especial atención a su golilla prolijamente
anudada en 4, su camisa, su chaleco y su bigotito a la antigua, finito.
El Flaco nos presentó antes de pretender
iniciar una conversación sobre cuchillos, claro está.
-
Lenon, te presento a mi amigo Claudio, Ingeniero Agrónomo.
Nos saludamos con un apretón de
manos.
Alcancé a percibir una nota de
curiosidad en los ojos del viejo cuando el Flaco aludió a mi profesión.
Por la pinta, que apenas describí,
se notaba que el viejo venía del campo.
Verán, Lenon es un cuchillero. Sabe
de cuchillos, cómo son, cómo es su acero, de cuántas y qué clases hay, cómo se
hace, sus diferentes partes…. Experto en platería criolla.
Pero sobretodo, cómo y para qué se se
usan…..
Lógicamente se pusieron a conversar,
Lenon y el Flaco. Yo escuchaba atentamente.
De vez en cuando Lenon me miraba,
como queriendo satisfacer una curiosidad que había dejado esperando desde nuestro saludo inicial.
Al fin se decidió, y en un afloje de
la charla con el Flaco, me miró y me preguntó:
-
¿Así que Ingeniero Agrónomo?
-
Sí, por desgracia.- respondí, bromeando acerca de mi elección
profesional.
Nos pusimos a conversar con Lenon y
para mi asombro, esta vez era el Flaco el que escuchaba. Entre otras cosas, contó
el viejo Lenon de sus años de tropero allá por el Cerro Largo. Inmediatamente
sentí fluir a mi memoria recuerdos antiguos de cosas vividas en aquellos pagos.
-
Conozco.- dije, parcamente.
Por debajo del chaleco de Lenon
asomaba el verijero que siempre lo acompaña. Al ver que yo prestaba atención a
ese detalle, lo sacó y me mostró su pequeño cuchillo dentro de su vaina,
acompañado por un objeto punzante de metal, algo oxidado.
-
¿A qué no sabe qué es esto?. Me preguntó, desafiante.
-
La verdá que no..- le contesté.
Lenon
sonreía mientras me daba tiempo para ver si por ahí se me ocurría qué podía ser
aquel fierrito. Al fin, habló.
-
Esto es la punta de la picana que yo usaba en la época en que era
tropero. Siempre la llevo conmigo.
Definitivamente el viejo tenía
historias que contar, a juzgar por esos pequeños detalles. Había arribado al
Uruguay desde Argentina, una ponchada de años atrás, oriundo de algún lugar de
la pampa que había tenido que abandonar,
por cuestiones de cuchillos, muy diferentes a las que ese domingo lo llevaban a
la feria.
En tales circunstancias, contó, un
obligado e improvisado derrotero lo llevó a los pagos de Cerro Largo, en
Uruguay, donde se afincó y pasó años largos de anónimo tropero.
-
¿Y por qué zona andaba?.- pregunté
-
Por Bañados de Medina, anduve años por allá.- me respondió
-
Conozco.- dije
Lenon enarcó una ceja, como
formando un signo de interrogación.
Ahí nomás, por tener algo que decir,
le conté mis inicios como estudiante de Agronomía en la Escuela de Bañados de
Medina por el año 72.
Cómo es de esperar entre orientales,
uno nacido y el otro por adopción, empezaron a aparecer las semejanzas y
distinciones, buscando conocidos comunes que nos facilitaran la continuación de
la conversación y de una relación amistosa.
-
¿Me deja contarle una historia?.- le pregunté
-
¡Cómo no!.- respondió Lenon
Por un momento observé al Flaco y me
complació su actitud expectante acerca de los cuentos que se veían venir en el
aire. Al escuchar el nombre del paraje de
Bañados de Medina, se me había venido a la mente la historia de aquel encuentro
con el viejo guasquero y guitarrero, que como dije antes, nunca olvidé, excepto
su nombre.
Y
ahí nomás empecé a contarle la historia al viejo Lenon. Era la primera vez que
le contaba esta historia a alguien. Pero esta vez, percibí que mi interlocutor
comprendería el sentido de la misma. En el curso de mi narración, a la que
Lenon y el Flaco prestaban mucha atención, ocurrió algo extraordinario: Antes
de que yo alcanzara a describir completamente mi encuentro con el viejo
guasquero, ocurrido 30 años atrás, y
mucho menos su aspecto físico, Lenon me interrumpió:
-
¡Era un viejo alto de melena y barba blancos, guasquero!
Yo
quedé estupefacto, aunque me cuidé de no entorpecer la charla demostrando mi
sentimiento.
-
Si, señor, exactamente.- dije
Continué
con la historia, mientras Lenon demostraba más y más interés.
Al
final, confesé:
-
La pena es que no recuerdo su nombre, aunque su estampa imponente
nunca se va a borrar de mi memoria.
- Sí.- dijo Lenon.- A ese viejo
guasquero yo lo conocí, espere un poquito que ya me va a venir el nombre. Larga
melena blanca, sí, espere un poquito…. Ah! ¿Y sabe qué, se acuerda? El hombre
coleccionaba máquinas de escribir, compraba máquinas y las juntaba, ¡¡¿pa
qué?!! ¡ Al pedo las juntaba, si no sabía escribir! … Pero espere un poquito
que ya me va a venir el nombre…..
Y miraba hacia arriba como
recordando y buscando el nombre perdido…..
En
fin, la charla fue derivando hacia otros temas, aunque siempre terminando en
cuestiones relativas a aceros,
temples, formas, cabos, guardas, usos.
Al cabo de un rato, decidimos con
el Flaco que ya era tiempo de seguir. Nos despedimos de Lenon hasta más ver,
con un apretón de manos de esos que se dan con afecto recién estrenado.
Empezando por poner la mano horizontal, trabando las articulaciones de pulgar e
índice, girando y cerrando la mano de a poco y midiendo la fuerza con el otro.
Nos fuimos yendo hacia la calle
Paysandú.
A la distancia, yo miraba de tanto
en tanto hacia atrás, y veía al viejo Lenon parado en mitad de la vereda,
mirando hacia arriba con los pulgares enganchados en las presillas del
pantalón, como buscando un recuerdo…
Otros
cuchilleros le empezaban a reclamar la charla.
……………………………………………………………………………..
Pasaron
algo así como 3 semanas antes de volver de nuevo a la feria. Por mi memoria rondaban
las impresiones de aquel encuentro con el viejo Lenon.
Un
domingo, a eso de las 8 y media de la mañana, sonó mi teléfono.
Era
el Flaco.
-
Vamo´a la Feria?
-
Vamo-
-
Te paso a buscar…
-
Dale..
Me puse a preparar el mate.
Dejamos el auto estacionado en
Uruguay y Eduardo Acevedo. El cuidacoches nos conocía bien y siempre nos
quedábamos tranquilos al dejarlo allí. Además, la suave bajadita podía ayudar
en caso de necesidad de arrancar con batería baja.
Comenzamos
nuestra recorrida tomando por Tristán Narvaja hacia el Norte, hacia la calle
Paysandú. Lo primero que atrajo mi mirada, al instante, fue la imágen del viejo
Lenon, de golilla y chaleco. Ya andaba por allí conversando con los
cuchilleros.
Nos
vió venir.
Una
sonrisa y una mirada franca nos anunció que nos había visto y nos esperaba.
A
treinta metros, mientras caminábamos, comenzó a balancear su dedo índice en
dirección a nosotros, esperando que nos acercáramos un poco más.
Sin
dejar de señalarnos, no esperó a que llegáramos hasta él.
Sólo
esperó a estar seguro de que su voz se sentiría clarito y fuerte:
-
¡Robustiano Núñez! ¡Sí señor!
Y alcanzó un segundo apenas para que el
nombre de un hombre de melena y barba blancas se trenzara como los tientos de
un lazo para siempre en mi memoria.
c.l.