viernes, 8 de marzo de 2013


Rescate de un nombre                              C.Lembo/2004                                                             dr

           Nací y me crié en la ciudad de Montevideo. En la frontera entre el Parque Rodó y  Palermo.

Cómo sabrán, las fronteras son muy interesantes. No se trata de líneas divisorias limpias y tajantes sino más bien de zonas más o menos anchas y de bordes difusos, de espacios que  se van transformando día a día. Tan es así, que uno en zona de frontera no sabe bien de qué lado está. Lugares de tránsito permanente, de ajetreo constante. Nunca nada está en su lugar, porque nada tiene su lugar.  No hay en estos espacios leyes absolutamente claras, ni hábitos establecidos definitivamente. Hay que aprender diariamente códigos nuevos.

Mi infancia fue primero contemplar el vaivén de la vida que pasaba por mi vereda, sentado en el escalón del zaguán de mi casa. Más tarde fue transitarla poco a poco con cierta prudencia pero mucho más curiosidad, hasta apoderarme de ella y reconocer, más allá del almacén de Baldomero, un territorio que podía extenderse hasta los límites de la imaginación.

Siempre recuerdo el sol de primavera cayendo a plomo al atardecer sobre la calle San Salvador, que se vestía de naranja para la ocasión. Yo lo miraba desde la esquina con la calle Requena. Todos los años por las mismas fechas.

Así que, me crié en la ciudad, en la frontera entre dos barrios, entre dos mundos.

Pero no sé por qué razones empecé a agarrarle el gusto a las cosas del campo. Porque como saben, está la ciudad y está el “campo”. Y en este caso, la frontera es más nítida. Casi podríamos hablar de dos países.
Y repito que no sé muy bien por qué me empezó a gustar el campo, aunque lo sospecho.

Será que mi padre, Ingeniero Agrónomo, me llevaba de botija como acompañante en sus inspecciones de chacras y estibas de granos y papas. Ahí le empecé a agarrar el gusto, seguro. Conversando con los chacareros y peones, escuchando la música y las voces del campo.

Hablando de música… recuerdo un viejo tocadiscos donde pasaba las horas escuchando viejos y nuevos discos de música “folclórica” que delicadamente y sin aspavientos, mi Vieja dejaba como al descuido sobre él, para que yo los encontrara como por casualidad. Entre ellos aparecía una nueva música que fundía estilos telúricos con ritmos ciudadanos, vehículo de  textos que reflejaban la creciente conflictividad social de aquel entonces. Por ahí andaba Daniel cantándole a los hombres de nuestra tierra.

Cuando cumplí 15 años, mi Viejo me regaló una guitarra. De las buenas. Española.
La misma que miro en este momento, treintaycinco años después, descansando contra una pared de mi cuarto, tentándome para mudar mis manos del teclado de este PC a su mástil, a su caja, a su encordado. 

Terminado 4º de liceo, tuve que decidir qué estudiar, porque “o estudiás o trabajás”. Elegí Agronomía. Elegí el campo.
Por aquel entonces nos hacían un “test vocacional” en la enseñanza preparatoria. Con tal mal tino, que en vez de hacerlo antes de elegir rumbo, lo hacían cuando uno ya estaba metido en algo. Yo ya estaba en preparatorios de Agronomía, pero el “test” marcó una firme predisposición a las artes. La psicóloga lo arregló de esta manera: “Bueno, tú eres un chico plétora de inquietudes! Y la Agronomía tiene de todo!” Suerte en pila…

Los dos años de preparatorios para entrar a Facultad fueron muy movidos, el 70 en el viejo IAVA y el 71 en el “Dámaso”. Pero a los tropezones, en julio del 72 ingresé a Facultad.

Por aquellos tiempos, se había impuesto un período de adaptación previo al ingreso a Facultad. Consistía en una estadía de 15 días en una de las estaciones experimentales de la Facultad, a efectos de participar activamente en tareas del campo. En tono de broma, lo llamaban el “gaucho training”. Se combinaban actividades de campo con clases teóricas de introducción a la realidad rural. Puedo asegurar que allí uno se daba cuenta si había elegido bien la carrera. Chapotear en la bosta del tambo a las 4 de la mañana o pasar 6 horas sentado al volante de un tractor, fue una experiencia que a más de uno o una lo/a hizo cambiar de carrera. Un excelente test vocacional práctico, a la vez que una sutil limitación al ingreso sin agredir los tabúes varelianos.

En mi caso, esta experiencia me tocó vivirla en  la Estación de Bañados de Medina, en el departamento de Cerro Largo, junto con varios compañeros que como yo, se lanzaban a un proyecto de vida más o menos azaroso.

El grupo de futuros alumnos aspirantes a Ingenieros Agrónomos se dividió en dos subgrupos. El primer subgrupo, del cuál formé parte, pasó su estadía en la Escuela durante la segunda quincena de julio del 72.

Disfruté mucho ese período. Tanto, que junto con dos compañeros, el Piraña y el Gallego, pedimos permiso para repetir la estadía junto al segundo subgrupo, en la primer quincena de agosto.

Y así fue, nos colamos en la segunda tanda. El Gallego, el Piraña y yo.

Llegados a la Estación para participar de la segunda tanda, ya éramos considerados “veteranos” por los que recién se integraban.  Nos gustó exhibir cierto aire de superioridad frente a los nuevos compañeros. Después de todo, teníamos 15 días más de experiencia. 
Entre los “nuevos”, conocí a  Marito. Él venía de Casupá. Pronto nos hicimos amigos…..Recuerdo una noche en que, finalizadas las tareas diarias, Marito y yo salimos por la nuestra a recorrer las instalaciones de la Escuela y a conversar un rato. Nuestros pasos nos fueron llevando a los galpones y bretes, ya sobre el borde de las poblaciones…….

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Bajo unos techos de chapa, pegados a los bretes, se veía un fueguito y una pavita hechando vapor. Al costado, un paisano de altura imponente, melena y barba largas, espesas y blancas. Sobaba tiento. Andaba por los 70 años el viejo, según calculé.

Nos acercamos, y con el cuidado que debe tener todo recién llegado, saludamos y pedimos permiso.

El hombre invitó a pasar.

Nos presentamos.

El dijo un nombre y apellido que hoy quisiera recordar y nos invitó a sentarnos sobre unos troncos que a modo de bancos se disponían alrededor del fuego.

Ante nuestra curiosidad, nos explicó que estaba sobando tientos para trenzar lazos. Así que el viejo resultó ser el guasquero… Guasquero de la vieja estancia convertida en escuela de agrónomos.

Con la llaneza propia de un hombre de campo, frente a dos jóvenes apenas saliendo de la adolescencia, nos ofreció enseñarnos a sobar tiento y trenzar lazos, entre mate y mate, claro.

El hombre estaba contento de poder exhibir sus destrezas.

Nosotros, quietitos y atentos.

-Vé? Se hace así…. indicaba el viejo, mientras que con dedos dignos de guitarrero, entreveraba los tientos atados a un poste, formando una trenza cada vez más larga, hasta llegar a una longitud de varios metros. Finalizada la trenza, tiraba con fuerza de uno de los tientos y ¡TTRRRRRR! … la trenza bailaba y se deshacía, devolviendo la libertad a los tientos cada vez más blanditos por efecto de este tratamiento a que los sometía una y otra vez..

Por turnos, Marito y yo ensayamos a pedido suyo. Daba gusto sentir el cuero engrasado pasar entre los dedos, dócil.

Por ahí, el Viejo se acordó del mate que esperaba sobre un tronco al lado del fuego y nos ofreció retomar la mateada. Claro que sí…

Y arrancó una charla que nos fue llevando de a poco a un estado de intenso placer.
Porque el Viejo comenzó a contarnos su historia…

Con oídos y ojos bien abiertos, seguimos quietitos. Estábamos empezando a vislumbrar, mientras el Viejo hablaba, y a través de múltiples cortinas de niebla que sus palabras disipaban poco a poco, otro mundo que se enraizaba en el tiempo, en otras dimensiones.  

Mientras destrenzaba palabras y tientos, nos contó que había sido guasquero toda su vida. El oficio lo había aprendido del padre.

Nacido en un hogar rural pobre, era el único miembro vivo de su familia.

-         Tuve 17 hermanos, todos murieron de tuberculosis…, dijo, mientras se le hundía la mirada en las brasas del fogón.
-         Siempre anduve por estos pagos de Cerro Largo, de peón de estancia, sabe…?.

Pero su oficio, que dominaba a la perfección, era el de guasquero.

            Tenía esa habilidad en los dedos necesaria para trenzar lazos y también la de la mente para trenzar historias. Y así nos fue llevando, trenzando historias, por escenarios, tiempos y situaciones que  nos parecían fantásticas, sobretodo para dos jóvenes aspirantes a agrónomos y criados en la ciudad.

            Lo dejamos hablar, tranquilo. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? De vez en cuando le preguntábamos algo, más que nada para demostrar nuestro interés y nuestro deseo de que continuara contándonos historias, aunque el Viejo sabía clarito.

            En determinado momento, se calló. Miró para un costado, estiró el brazo y tomó un viejo estuche de guitarra.

-         Podemos tocar la guitarra… dijo.-

Marito y yo nos miramos como si hubiera que pedir permiso a alguien. Ah!,  la noche prometía no sólo historias sino también canciones…

            Desenfundó una viejísima guitarra de cuerdas de acero, templó, y cantó unas preciosas canciones camperas totalmente desconocidas para mí.

Luego de unas cuantas, a Marito se le ocurrió decir:

-         Sabe que acá mi compañero también sabe tocar un poco, no…?

            El Viejo me miró y se interesó vivamente. Habría visto en mí a alguien capaz de responderle con el instrumento, quién sabe, o quizás leyó en mis ojos mis ansias de contestarle con alguna canción, alguna de aquellas que yo, por esa época, rascaba en la guitarra. Así que me pasó la guitarra.

Tomé el instrumento y arranqué a tocar…. O eso pretendí. Mi ímpetu duro apenas unos segundos.

            El Mi mayor con el que quise arrancar no se parecía a un Mi ni apenas.
Con torpeza le pedí permiso al viejo y templé de nuevo la guitarra, a mi manera, cosa que me costó bastante. MiSiSolReLaMi y chau.

            En mi petulancia de adolescente, lo primero que pensé fue que el viejo no sabía afinar.

¿Pero entonces, cómo se había mandado esas canciones tan buenas? Si no sabía afinar, ¿por qué sonó tan bien?

            Años después, amigos músicos supieron sugerirme una respuesta. Sucedía, mire Usté que el viejo usaba una afinación diferente (hoy lamento no haberla anotado). Era ni más ni menos que una afinación antigua, una joya casi arqueológica, viva todavía en las manos del Viejo. Bué, la cosa fue que el Viejo, callado, aceptó caballerosamente que yo afinara diferente. Y canté. Canciones con “contenido social”, digamos, “de protesta”, a tono con los tiempos que corrían por aquel entonces. Salió alguna de Viglietti, otra del Numa, dos o tres de los Olimareños… Lo mejor era que el Viejo asentía con la cabeza al escuchar, con su cabeza blanca apoyada en su mano.

            Bueno, la cosa fue que entre mates, tientos y canciones, se nos vino la medianoche arriba y nos tuvimos que despedir por esa ocasión. Agradecimos al Viejo su hospitalidad y nos retiramos a los barracones donde dormíamos. El resto del grupo descansaba plácidamente. Nos acostamos. A la madrugada siguiente nos tocaba guardia en el tambo…

Yo no me podía dormir. Todavía pensaba en el encuentro con ese viejo mágico de pelo y barba blancos.

            Los días siguientes fuimos absorbidos por una ola interminable de tareas rurales, que una fila interminable de docentes nos asignaba, en base a una interminable lista programada meticulosamente para asegurar nuestra primera inmersión en el mundo rural.

Al viejo guasquero no lo volví a ver.

Jamás lo olvidé, aunque perdí su nombre…..

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            Han pasado muchos años. Vivo en Montevideo, aunque por razones obvias muy frecuentemente viajo al “interior” o me voy para “afuera”. Dos maneras paradójicas de decir lo mismo, de hablar de una frontera, ésta sí, bastante nítida. Sigo sintiendo el mismo afecto e interés por el campo y su cultura que desde aquellos días en que elegí mi carrera.

            En fin, los domingos descanso.

            Una de las maneras preferidas de descansar, consiste en recorrer la feria de la calle  Tristán Narvaja, una especie de exposición discepoliana de artículos de la vida cotidiana de los uruguayos, donde uno puede encontrar de todo, menos aburrimiento.

            Un  domingo, de esos domingos que frecuentemente compartimos de vez en cuando con mi amigo Joaquín (hermano del alma, como dice él, y yo terminé aceptando ese parentesco porque a fin de cuentas, de los cincuenta años vividos por cada uno, 88 los compartimos de una manera u otra), salimos para la recorrida por la feria.

            Me parecía que había sido ayer nomás que, como adolescentes, recorríamos las mismas calles, buscando las mismas cosas siempre. Uno siempre busca lo mismo, más o menos, y afortunadamente nunca encuentra lo que lo satisface cien por ciento, lo que mantiene permanentemente el deseo de buscar cosas nuevas.

            Mi amigo, el Flaco (le quedó el apodo de aquella época, a pesar de no ser hoy digno físicamente de tal apodo), tiene sus propios recorridos, que gusta mostrarme a la vez que me presenta nuevos amigos entre aquellos que luchan en sus puestos por vender algo.

            Entre ellos, los preferidos son los cuchilleros. Gente que sabe de cuchillos.

            Los cuchillos siempre constituyeron una gran atracción para el Flaco. Tanto, que se hizo a su vez experto en el tema, como en otros temas, pero en éste en especial. Experto y coleccionista.

            Ama los cuchillos tanto, que cuando me regala algo, es casi siempre un cuchillo, unido a una larga explicación necesaria para comprender al detalle la calidad y características del útil instrumento. El regalo se materializa a cambio de unas monedas, según la tradición, con lo cual  me queda claro que por lo menos hay una cosa con la que no quiere cortar, y es con nuestra amistad. “Que lo que une la amistad no lo corte el cuchillo”. Se dice tal frase, se entregan las monedas y se recibe el regalo.

            Así que acepto con gusto los cuchillos que el Flaco me regala a cambio de monedas, y éstos pasan a  deambular por cajones, repisas, estantes y estuches de mi casa, como recordatorios de que siempre es elección de uno mismo cortar con algo.

            Estamos en  la feria.

            Ese domingo fue especial. Conocí, de la mano del Flaco, al viejo Lenon.

            Veníamos bajando por Tristán Narvaja hacia la calle Uruguay.

-         Vení, te voy a presentar a Lenon.- dijo el Flaco.

            Yo pensé para mis adentros: “Zás, ahora tenemos para media hora por lo menos hablando de cuchillos y yo que tengo que buscar la repisa de hierro forjado que me pidió la Flaca…”

            Agarré el termo que ya me acalambraba el brazo izquierdo, y me cebé un mate, preparándome para una larga escucha.

            Desde una distancia que estimé en unos 30 metros, ya se lo divisaba a Lenon.

            La verdad, me atrajo su apariencia. Vestido a la usanza del campo. Presté especial atención a su golilla prolijamente anudada en 4, su camisa, su chaleco y su bigotito a la antigua, finito.

            El Flaco nos presentó antes de pretender iniciar una conversación sobre cuchillos, claro está.

-         Lenon, te presento a mi amigo Claudio, Ingeniero Agrónomo.

            Nos saludamos con un apretón de manos.

            Alcancé a percibir una nota de curiosidad en los ojos del viejo cuando el Flaco aludió a mi profesión.

            Por la pinta, que apenas describí, se notaba que el viejo venía del campo.

            Verán, Lenon es un cuchillero. Sabe de cuchillos, cómo son, cómo es su acero, de cuántas y qué clases hay, cómo se hace, sus diferentes partes…. Experto en platería criolla.

            Pero sobretodo, cómo y para qué se se usan…..

            Lógicamente se pusieron a conversar, Lenon y el Flaco. Yo escuchaba atentamente.

            De vez en cuando Lenon me miraba, como queriendo satisfacer una curiosidad que había dejado esperando desde  nuestro saludo inicial.

            Al fin se decidió, y en un afloje de la charla con el Flaco, me miró y me preguntó:

-         ¿Así que Ingeniero Agrónomo?
-         Sí, por desgracia.- respondí, bromeando acerca de mi elección profesional.

            Nos pusimos a conversar con Lenon y para mi asombro, esta vez era el Flaco el que escuchaba. Entre otras cosas, contó el viejo Lenon de sus años de tropero allá por el Cerro Largo. Inmediatamente sentí fluir a mi memoria recuerdos antiguos de cosas vividas en aquellos pagos.

-         Conozco.- dije, parcamente.

            Por debajo del chaleco de Lenon asomaba el verijero que siempre lo acompaña. Al ver que yo prestaba atención a ese detalle, lo sacó y me mostró su pequeño cuchillo dentro de su vaina, acompañado por un objeto punzante de metal, algo oxidado.

-         ¿A qué no sabe qué es esto?. Me preguntó, desafiante.

-         La verdá que no..- le contesté.

      Lenon sonreía mientras me daba tiempo para ver si por ahí se me ocurría qué podía ser aquel fierrito. Al fin, habló.

-         Esto es la punta de la picana que yo usaba en la época en que era tropero. Siempre la llevo conmigo.

            Definitivamente el viejo tenía historias que contar, a juzgar por esos pequeños detalles. Había arribado al Uruguay desde Argentina, una ponchada de años atrás, oriundo de algún lugar de la pampa  que había tenido que abandonar, por cuestiones de cuchillos, muy diferentes a las que ese domingo lo llevaban a la feria.

            En tales circunstancias, contó, un obligado e improvisado derrotero lo llevó a los pagos de Cerro Largo, en Uruguay, donde se afincó y pasó años largos de anónimo tropero.

-         ¿Y por qué zona andaba?.- pregunté
-         Por Bañados de Medina, anduve años por allá.- me respondió
-         Conozco.- dije
Lenon enarcó una ceja, como formando un signo de interrogación.

            Ahí nomás, por tener algo que decir, le conté mis inicios como estudiante de Agronomía en la Escuela de Bañados de Medina por el año 72.

            Cómo es de esperar entre orientales, uno nacido y el otro por adopción, empezaron a aparecer las semejanzas y distinciones, buscando conocidos comunes que nos facilitaran la continuación de la conversación y de una relación amistosa.

-         ¿Me deja contarle una historia?.- le pregunté
-         ¡Cómo no!.- respondió Lenon
           
            Por un momento observé al Flaco y me complació su actitud expectante acerca de los cuentos que se veían venir en el aire.  Al escuchar el nombre del paraje de Bañados de Medina, se me había venido a la mente la historia de aquel encuentro con el viejo guasquero y guitarrero, que como dije antes, nunca olvidé, excepto su nombre.

Y ahí nomás empecé a contarle la historia al viejo Lenon. Era la primera vez que le contaba esta historia a alguien. Pero esta vez, percibí que mi interlocutor comprendería el sentido de la misma. En el curso de mi narración, a la que Lenon y el Flaco prestaban mucha atención, ocurrió algo extraordinario: Antes de que yo alcanzara a describir completamente mi encuentro con el viejo guasquero, ocurrido 30 años atrás,  y mucho menos su aspecto físico, Lenon me interrumpió:

-         ¡Era un viejo alto de melena y barba blancos, guasquero!

Yo quedé estupefacto, aunque me cuidé de no entorpecer la charla demostrando mi sentimiento.

-         Si, señor, exactamente.- dije

Continué con la historia, mientras Lenon demostraba más y más interés.

Al final, confesé:

-         La pena es que no recuerdo su nombre, aunque su estampa imponente nunca se va a borrar de mi memoria.

- Sí.- dijo Lenon.- A ese viejo guasquero yo lo conocí, espere un poquito que ya me va a venir el nombre. Larga melena blanca, sí, espere un poquito…. Ah! ¿Y sabe qué, se acuerda? El hombre coleccionaba máquinas de escribir, compraba máquinas y las juntaba, ¡¡¿pa qué?!! ¡ Al pedo las juntaba, si no sabía escribir! … Pero espere un poquito que ya me va a venir el nombre…..

Y miraba hacia arriba como recordando y buscando el nombre perdido…..

      En fin, la charla fue derivando hacia otros temas, aunque siempre terminando en
cuestiones relativas a aceros, temples, formas, cabos, guardas, usos.

Al cabo de un rato, decidimos con el Flaco que ya era tiempo de seguir. Nos despedimos de Lenon hasta más ver, con un apretón de manos de esos que se dan con afecto recién estrenado. Empezando por poner la mano horizontal, trabando las articulaciones de pulgar e índice, girando y cerrando la mano de a poco y midiendo la fuerza con el otro.

Nos fuimos yendo hacia la calle Paysandú.

            A la distancia, yo miraba de tanto en tanto hacia atrás, y veía al viejo Lenon parado en mitad de la vereda, mirando hacia arriba con los pulgares enganchados en las presillas del pantalón, como buscando un recuerdo… 

Otros cuchilleros le empezaban a reclamar la charla.

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Pasaron algo así como 3 semanas antes de volver  de nuevo a la feria. Por mi memoria rondaban las impresiones de aquel encuentro con el viejo Lenon.

Un domingo, a eso de las 8 y media de la mañana, sonó mi teléfono.

Era el Flaco.

-         Vamo´a la Feria?
-         Vamo-
-         Te paso a buscar…
-         Dale..
Me puse a preparar el mate.

            Dejamos el auto estacionado en Uruguay y Eduardo Acevedo. El cuidacoches nos conocía bien y siempre nos quedábamos tranquilos al dejarlo allí. Además, la suave bajadita podía ayudar en caso de necesidad de arrancar con batería baja.

Comenzamos nuestra recorrida tomando por Tristán Narvaja hacia el Norte, hacia la calle Paysandú. Lo primero que atrajo mi mirada, al instante, fue la imágen del viejo Lenon, de golilla y chaleco. Ya andaba por allí conversando con los cuchilleros.

Nos vió venir.

Una sonrisa y una mirada franca nos anunció que nos había visto y nos esperaba.

A treinta metros, mientras caminábamos, comenzó a balancear su dedo índice en dirección a nosotros, esperando que nos acercáramos un poco más.

Sin dejar de señalarnos, no esperó a que llegáramos hasta él.
Sólo esperó a estar seguro de que su voz se sentiría clarito y fuerte:

-         ¡Robustiano Núñez! ¡Sí señor!

Y alcanzó un segundo apenas para que el nombre de un hombre de melena y barba blancas se trenzara como los tientos de un lazo para siempre en mi memoria.
c.l.