domingo, 25 de mayo de 2014

El Chicharrón. Viñeta.

BOLICHE "EL CHICHARRÓN"

En algún lugar colgau de los últimos flecos de la falda e´l cerro e´l Burro, hay un boliche. Bueno, un boliche de verdá no, más bien de fantasía. Boliche de a ratos, que se transforma en tal cuando hay paisanos dispuestos a apoyar el codo en el mostrador, si no, no.

Esos ratos sin paisanos bebedores y parcamente habladores, hacen que parezca solitaria tapera resistiendo el tiempo, si no, mire esa Chevrolet C10 que aguanta el embiste del óxido a la orilla del camino, a pocos metros de la Muñeca, una tordilla que con el casco derecho recogidito y la cabeza gacha, pasa el tiempo atada al palenque, esperando jinete paseandero que la saque a varear aunque sea por ahí nomás, una vuelta. Y que de paso le deje unos pesos al Chicharrón.

“La voy a arreglar,… un día”, dice el Chicharrón mirando a la C10 y sus ojos se hunden en el vaso como calculando cuándo masomenos podría ser el acontecimiento.

Una vieja salamandra espera que le tiren un par de maderitas pa ahumar y calentar el espacio recortado brevemente por la escasa luz de una bombita de 25w. El barcino se acomoda en la punta del mostrador como pa estar un buen rato ahí. En la paré, un almanaque vencido hace años acumula polvo y tintes amarillentos.

Pido una grapa. Miro discretamente a mi alrededor. Un par de laburantes rematan el día con unas copas.
Detrás del mostrador no está el Chicharrón. Esta vez está de este lado, del lado en que se cuentan cosas pa que otro escuche. Así que apronto la oreja y pido que me sirvan otra. Comienzan a resonar historias de otros tiempos….

Martín.- Cuento anécdota.

MARTIN.-

Martín era un tipo especial. De esos que tempranito prendía la radio y se cebaba el primer mate. De andar solo. No quiero decir con esto que fuera un solitario. Era muy sociable Martín. Pero sabía disfrutar de esos momentos en que uno por destino está sólo. Momentos pa ordenar el pensamiento, pa sacarle punta a ideas nuevas, pa soñar con un futuro.

Cuando el tiempo de andar solo empezaba a escacear de ideas, se buscaba compañía. Porque no era sonso, sabía perfectamente que un hombre piensa sólo hasta cierto punto, hasta el punto en que necesita la palabra de otros, y mejor si son amigos.

Siempre esperábamos que Martín apareciera por ahí en cualquier vuelta pa charlar con él. Casi predecíamos sus apariciones. Su tono campechano, abridor de espacios pa conversar, era una invitación que uno no podía rechazar. No quería rechazar. Yo disfrutaba las charlas con Martín.

Estábamos por aquel entonces cursando 4º. Año de Agronomía en la Estación “Mario Cassinoni”. De lunes a viernes palo y palo. Clases teóricas, prácticas, recorridas de campo a salto de Canguro, voces y voces siempre, mugidos y motores, recorridas al trotecito lento y a oscuras a las cuatro de la mañana en medio del campo sólo, radios prendidas sonando a Peter Frampton o a Gardel.

Cientoveinticinco almas jóvenes tratando de ordenar el cuerpo y el pensamiento….

Y además… los cumpleaños…
Calculen que, estadísticamente hablando, había un 34, 24 % de probabilidades de que en un día cualquiera, fuese el cumpleaños de alguno/a. Más o menos un cumpleaños cada tres días repartidos en cinco barracones. Así que estaba destinado a ser un año agitado.

Claro que los cumpleaños, estadísticamente puntuales, se alegraban con siempre frescas damajuanas de caña con naranja y.. guitarras, cómo no! Siempre guitarras y canciones.

Creo que nunca dormí, en ese año, más de tres horas por día. A gatas alcanzaba a dormirme a las 2 y media de la mañana, cuando el último Agencia depositaba los tambaleantes cuerpos paseanderos de aquellos que habían optado por una escapada al pueblo, y que habían tomado su última copa en el Centro Bar de Paysandú a eso de las 2 menos cuarto.

Pero también me despertaba con los ruidos del primer adelantado que prendía la radio a las 5. Entre ellos, Martín. Gardel o Larralde, siempre igual.

Así que durante un buen tiempo, dormí escasas 3 horas por día.

Los viernes eran días de afloje. Algunos se pelaban a Montevideo a reencontrar familias, a abrazar novias/os, a respirar paseos.

Otros nos quedábamos a disfrutar de una Estación callada, tranquila, extraña. Aunque ell viernes de noche era obligado ir a Paysandú. A lo que fuera y adonde fuera. Un buen baño, escarbábamos las mejores pilchas en el ropero, y arrancábamos.
Martín era de los que se quedaba los fines de semana. Tenía una Hondita 50 que era un lujo. Y tenía además, bien guardados en su placar, un par de mocasines marrones nuevitos, un pantalón gris oscuro con la raya bien planchada, y una chaqueta azul clásica pero con botones dorados. A ese atuendo le agregaba, faltaba más, una golilla también azul con lunares blancos, anudada en cuatro, sobre una camisa celeste a rayas blancas. Porque Martín era del interior, y mantenía ciertas tradiciones con pulcritud y disciplina.

Una preciosidad ver a Martín zarpando en su Hondita a las siete de la tarde, golilla al viento, rumbo a Paysandú, sólo.

Ese viernes también fui yo. Caminé 18 de julio hasta Treinta y Tres. Me detuve un instante en el Centro Bar, dudé y como era medio temprano y no pintaba mucho movimiento, seguí hacia abajo.

Llegando al Social, ví clarito, algo cómo una estampa antigua.
Talón apoyado contra la columna, pulgares en las presillas del pantalón, golilla al viento y Hondita roja y blanca estacionada a su lado, Martín.

Miraba a la gente pasar, su cabeza giraba lentamente de derecha a izquierda, sus dedos, menos los pulgares siempre asidos a las presilla del pantalón, se abanicaban como acariciando el aire. Si alguna bella mujer acertaba a pasar por aquella vereda, justo frente a esa columna, justo ahí donde estaba Martín, escuchaba entre halagada y sorprendida, e inevitablemente, una frase cantarina, con tono campechano y buscador que decía:
- “¡Qué lomito, tesorito!”
Historia mínima de una guitarra.

Hace unos pocos años, un sábado de julio, pleno verano, llegué con mi amiga a Alicante.
Faltaba un rato para que saliera el autobús nuevamente con otro destino. Aprovechamos y fuimos a recorrer los alrededores de la estación. Nos metimos en una casa de Second Hand, artículos usados. Había allí muchos instrumentos musicales y yo andaba por entonces sin guitarra. Recorrí los pasillos llenos de objetos que innumerables personas habían dejado para la venta.

Perdida por ahí, mal colgada de una piola y con dos cuerdas rotas, estaba esta guitarra que hoy tengo entre mis manos. La miré y estaba entera, pero varios detalles me hicieron dudar sobre si comprarla o no. Primero, apenas si me podía hacer una idea de su sonido con dos cuerdas rotas, aunque las cuatro presentes sonaban muy bien. Por otro lado, el fondo presentaba un color blanquecino, turbio, como si en algún momento se hubiera mojado y esto hubiera afectado la laca. También tenía este tipo de manchas blancas en el extremo del mástil y otra en su unión con la caja, del lado superior, además de otra marca blanquecina turbia donde el brazo derecho apoya en la caja.

Lleno de dudas, decidí abandonar la idea de comprarla. Nos fuimos. Me pasé todo el fin de semana pensando en la guitarra. El lunes le pedí a mi amiga que me acompañara de nuevo a Alicante (estábamos relativamente cerca) para verla de nuevo.

Fuimos, porque además era una oportunidad de recorrer esa preciosa ciudad. No demoramos mucho en llegar de nuevo a la casa de Second Hand. Entramos, esta vez yo con la decidida intención de pedirle a los dueños que me dejaran encordar la guitarra y probarla debidamente. El dueño accedió gentilmente y me alcanzó un par de cuerdas.
Encordé. Pasé un rato afinando y me puse a tocar una milonga bien orientala. Me ensimismé tanto tocando que la voz me llegó como de lejos, detrás mío. Volví en mí y pregunté:
-"¿Cómo dice?".
Y el hombre parado detrás mío dijo:- "¡Digo qué bien suena esa guitarra!".
-"Muchas gracias", contesté, y agregué: -"¿Pero vió Usted cómo está de manchada aquí y aquí y aquí?", dije mostrándole la guitarra, "¡parece como si se hubiera mojado..!".
Quedé muy sorprendido por la respuesta que recibí, que resultó ser una excelente explicación y que disipó mis dudas respecto a la compra:
-"¡Hombre!!!, Eso es del sudor del gitano que tocaba en ella!!!"".
Y bueno, era una fija que esa guitarra era para mí. Desembolsé los 50 euritos que me pedían por ella y acá está, sonando en Playa Grande, muy lejos del gitano que una vez la entregó por pocos euros pa comprarse una caña y un kebap. Salú!

Rescate de un nombre.- C.L.

Rescate de un nombre

Nací y me crié en la ciudad de Montevideo.
En la frontera del Parque Rodó con Palermo.

Cómo es sabido, las fronteras son lugares especiales. No son líneas divisorias netas como un tajo, sino más bien zonas más o menos anchas y de bordes difusos, espacios que se van transformando día a día. Lugares de tránsito permanente, de cambio constante, de movimientos impredecibles. No hay en ellas leyes absolutamente claras, ni hábitos establecidos definitivamente. Hay que aprender diariamente códigos nuevos.

Mi infancia fue primero observar la vereda sentado en el escalón del zaguán de mi casa y más tarde transitarla poco a poco hasta apoderarme de ella y reconocer más allá del almacén de la esquina, un territorio que podía extenderse hasta los límites de la imaginación.

Siempre recuerdo el sol de setiembre cayendo derechito al atardecer sobre la calle San Salvador. Lo miraba desde la esquina con la calle Requena. Todos los años en la misma fecha. El sol de setiembre.

Así que, me crié en la ciudad, en la frontera entre dos barrios.

Pero no sé por qué razones, a medida que iba haciéndome más grande, empecé a agarrarle el gusto a las cosas del campo. Porque como saben, está la ciudad y está el “campo”. Y en este caso, la frontera es más nítida, o por lo menos, así parece. Casi podríamos hablar de dos países. No siempre fue así. En un tiempo había una frontera, una zona, entre el campo y la ciudad. El arrabal. Espacio en el que troperos a los que se le veían solamente los ojitos en el fondo de un manto de tierra, llegaban con ganado a Tablada. Pero eran otros tiempos…

No sé muy bien por qué me empezó a gustar el campo aunque lo sospecho.

Será que mi padre, Ingeniero Agrónomo, me llevaba de botija como acompañante en sus inspecciones de chacras y estibas de granos y papas. Ahí le empecé a agarrar el gusto, el olor y el tacto, a un mundo que todavía no conocía demasiado, pero que me entraba a gustar. Conversando con los chacareros y peones. Escuchando la música y las voces del campo.

Recuerdo también un viejo tocadiscos donde pasaba las horas escuchando curtidos acetatos y nuevos discos lon play de música “folclórica” que delicadamente y a las escondidas, mi Vieja dejaba como al descuido sobre él, para que yo los encontrara por casualidad. Entre ellos aparecía una nueva música que fundía estilos telúricos con ritmos ciudadanos, vehículo de textos que reflejaban la creciente conflictividad social de aquel entonces. Por ahí andaba Daniel y Capita cantándole a los hombres de nuestra tierra.

Cuando cumplí 15 años, mi Viejo me regaló una guitarra. De las buenas. Española.
La misma que miro en este momento, 45 años después, en las manos curiosas de mi hijo.

Terminado 4º de liceo, tuve que decidir qué estudiar. Elegí Agronomía. Los dos años de preparatorios para entrar a Facultad fueron muy movidos, el 70 en el viejo IAVA y el 71 en el “Dámaso”. Pero a los tropezones, en julio del 72 ingresé a Facultad.

Por aquellos tiempos, se había impuesto un período de adaptación previo al ingreso a Facultad. Consistía en una estadía de 15 días en una de las estaciones experimentales de la Facultad, con el fin de que los alumnos participaran activamente en tareas del campo. En tono de broma, lo llamaban el “gaucho training”. Se combinaban actividades de campo con clases teóricas de introducción a la realidad rural. Puedo asegurar que allí uno se daba cuenta si había elegido bien la carrera.

Chapotear en la bosta del tambo a las 4 de la mañana o pasar 6 horas sentado al volante de un tractor, fue una experiencia que a más de uno o una lo/a hizo cambiar de carrera.

Un excelente test vocacional práctico, a la vez que una sutil limitación al ingreso sin agredir los tabúes varelianos.

En mi caso, esta experiencia me tocó pasarla en la Estación de Bañados de Medina, en el departamento de Cerro Largo, junto con varios compañeros que como yo, se lanzaban a un proyecto de vida más o menos difuso.

El grupo de futuros alumnos aspirantes a Ingenieros Agrónomos se dividió en dos. El primer subgrupo, del cuál formé parte, pasó su estadía en la Escuela durante la segunda quincena de julio del 72.

Disfruté mucho ese período. Tanto, que junto con dos compañeros pedimos permiso para repetir la estadía junto al segundo subgrupo, en la primer quincena de agosto.

Y así fue, nos colamos en la segunda tanda. El Gallego, el Piraña y yo.

Llegados a la Estación para participar de la segunda tanda, ya éramos considerados “veteranos” por los que recién se integraban. Nosotros mismos exhibíamos cierto aire de superioridad frente a los nuevos compañeros. Después de todo, teníamos 15 días más de experiencia.
Entre los “nuevos”, conocí a Marito, y pronto nos hicimos amigos.

………………………………………………………………………………………

Recuerdo una noche en que junto con Marito, finalizadas las tareas diarias, salimos por la nuestra a recorrer las instalaciones de la Escuela y a conversar un rato. Nuestros pasos nos fueron llevando a los galpones y bretes, ya sobre el borde de las poblaciones.

Bajo unos techos de chapa, pegados a los bretes, vislumbramos un fueguito y una pavita con agua hirviendo. Al costado, un paisano de altura imponente, melena y barba largas, espesas y blancas. Sobaba tiento. Andaba por los 70 años el viejo, según calculé, capaz que más.

Nos acercamos, y con el cuidado que debe tener todo recién llegado, saludamos y pedimos permiso.

El hombre invitó a pasar.

Nos presentamos.

El dijo un nombre y apellido que hoy quisiera recordar y nos invitó a sentarnos en unos troncos que a modo de bancos se disponían alrededor del fuego.

Ante nuestra curiosidad, nos explicó que estaba sobando tientos para trenzar lazos.
Así que el viejo resultó ser el guasquero de la vieja estancia convertida en escuela de agrónomos.

Con la llaneza propia de un hombre de campo, frente a dos jóvenes apenas saliendo de la adolescencia, nos ofreció enseñarnos a sobar tiento y trenzar lazos, entre mate y mate, claro.

El hombre estaba contento de poder exhibir sus destrezas.

Nosotros, quietitos, mirábamos.

-Vé? Se hace así…. indicaba el viejo, mientras que con dedos dignos de guitarrero, entreveraba los tientos atados a un pique, formando una trenza cada vez más larga, hasta llegar a una longitud de varios metros. Finalizada la trenza, tiraba con fuerza de uno de los tientos y ¡TTRRRRRR! … la trenza bailaba y se deshacía, devolviendo la libertad a los tientos cada vez más blanditos por efecto de este tratamiento a que los sometía una y otra vez..

Por turnos, Marito y yo ensayamos a pedido suyo. Daba gusto sentir el cuero engrasado pasar entre los dedos, dócil.

Por ahí, el Viejo se acordó del mate que esperaba en el suelo al lado del fuego y nos ofreció retomar la mateada. Claro que sí.

Y arrancó una charla que nos fue llevando de a poco a un estado de intenso placer.
Porque el Viejo comenzó a contarnos su historia…

Con oídos y ojos bien abiertos, nos mantuvimos quietitos, mirando y escuchando al Viejo. Estábamos empezando a vislumbrar, mientras hablaba, y a través de múltiples cortinas de niebla que sus palabras disipaban poco a poco, otro mundo que se enraizaba en el tiempo y en otras dimensiones.

Mientras destrenzaba palabras y tientos, nos contó que había sido guasquero toda su vida. El oficio lo había aprendido del padre.

Nacido en un hogar rural pobre, era el único miembro vivo de su familia.

- Tuve 17 hermanos, todos murieron de tuberculosis…, dijo mientras se le hundía la mirada en las brasas del fogón.
- Siempre anduve por estos pagos de Cerro Largo, de peón de estancia, sabe…?.

Pero su oficio, que dominaba a la perfección, era el de guasquero.

Tenía esa habilidad en los dedos necesaria para trenzar lazos y también la de la mente para trenzar historias. Y así nos fue llevando por escenarios, tiempos y circunstancias que nos parecían fantásticas, sobretodo para dos jóvenes aspirantes a agrónomos y criados en la ciudad.

Lo dejamos hablar, tranquilo. ¿Qué otra cosa debíamos hacer? De vez en cuando le preguntábamos algo, más que nada para demostrar nuestro interés y nuestro deseo de que continuara trenzando cuentos.

En un momento, se calló. Miró para un costado, estiró el brazo y tomó un viejo estuche de guitarra.

- Podemos tocar la guitarra… dijo.-

Ah!, la noche prometía así, no sólo historias sino también canciones.

Desenfundó una viejísima guitarra con cuerdas de acero, templó, y se cantó unas preciosas canciones camperas totalmente desconocidas para mí.

Luego de unas cuantas, a Marito se le ocurrió decir:

- Sabe que acá mi compañero también sabe tocar algo, no…?

El Viejo me miró y se interesó vivamente, así que con un caballeresco ademán, me ofreció la guitarra.
Habría visto en mí a alguien capaz de responderle con el instrumento, quién sabe, o quizá leyó en mis ojos mis ansias de contestarle con alguna canción, alguna de aquellas que yo, por esa época, rascaba en la guitarra.

Así que acepté y arranqué a tocar.

Mi ímpetu duro apenas unos segundos.

El Mi mayor con el que quise arrancar no se parecía a un Mi ni apenas.
Con torpeza le pedí permiso al Viejo y templé de nuevo la guitarra, a mi manera, cosa que me costó bastante. MiSiSolReLaMi y chau.

En mi petulancia de adolescente, lo primero que pensé fue que el viejo no sabía afinar.

¿Pero entonces, cómo se había mandado esas canciones tan buenas? Si no sabía afinar, ¿por qué sonó tan bien?

Años después, amigos músicos supieron darme la respuesta. Sucedía, mire Usté que el viejo usaba una afinación diferente (hoy lamento no haberla anotado). Era ni más ni menos que una afinación antigua, una joya casi arqueológica, viva todavía en las manos del Viejo.

Bué, la cosa fue que el Viejo, callado, aceptó caballerosamente que yo afinara diferente.

Y canté. Canciones con “contenido social”, digamos, “de protesta”, a tono con los tiempos que corrían. Salió alguna de Viglietti, otra del Numa, dos o tres de los Olimareños… y una de Osiris. Lo mejor y más alentador para mí, era que el Viejo asentía con la cabeza al escuchar.

Bueno, la cosa fue que entre mates, tientos , canciones y memorias, se nos vino la medianoche arriba y nos tuvimos que despedir por esa ocasión. Agradecimos al Viejo su hospitalidad y nos retiramos a los barracones donde dormíamos.

El resto del grupo descansaba plácidamente. Nos acostamos. A la madrugada siguiente nos tocaba guardia en el tambo.

Yo no me podía dormir. Todavía pensaba en el encuentro con ese viejo mágico de pelo y barba blancos.

Los días siguientes fuimos absorbidos por una ola interminable de tareas rurales, que una fila interminable de docentes nos asignaba, en base a una interminable lista programada meticulosamente para asegurar nuestra primera inmersión en el mundo rural.

Al viejo guasquero no lo volví a ver.

Jamás lo olvidé, aunque perdí su nombre…..

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Hace ya muchos años de mi encuentro con el Viejo aquel. Yo ya estoy casi viejo como él, con años de laburo arriba del lomo.
Los domingos descanso.

A veces voy a Montevideo a la feria de Tristán Narvaja, una especie de exposición discepoliana de artículos de la vida cotidiana de los uruguayos, donde uno puede encontrar de todo, menos aburrimiento.

Un domingo, de esos domingos que frecuentemente compartimos de vez en cuando con mi amigo el Juaco (hermano del alma, como dice él, y yo terminé aceptando ese parentesco porque a fin de cuentas, de los sesenta años vividos por cada uno, cincuenta y cinco los compartimos de una manera u otra), salimos para la recorrida por la feria.

Me parecía que había sido ayer nomás que, como adolescentes, recorríamos las mismas calles, buscando las mismas cosas siempre. ¿Qué andará buscando uno que sus ojos van y vienen de puesto en puesto y nunca encuentra lo que quiere? Bueno, uno siempre busca lo mismo, más o menos, y afortunadamente nunca encuentra lo que lo satisface cien por ciento, lo que mantiene permanentemente el deseo de buscar cosas nuevas.

Mi amigo, el Juaco o el “Flaco” (le quedó el apodo de aquella época, a pesar de no ser hoy digno físicamente de tal apodo), tiene sus propios recorridos, que gusta mostrarme a la vez que me presenta nuevos amigos entre aquellos que luchan en sus puestos por vender algo.

Entre ellos, los preferidos son los cuchilleros. Gente que sabe de cuchillos.

Los cuchillos siempre constituyeron una gran atracción para el Flaco. Tanto, que se hizo a su vez experto en el tema, como en otros temas, pero en éste en especial. Experto y coleccionista. Así que si vamos a la feria, seguro a mirar cuchillos.

Ama los cuchillos tanto, que cuando me regala algo, es casi siempre un cuchillo, unido a una larga explicación necesaria para comprender al detalle la calidad y características del útil instrumento.

El regalo se materializa a cambio de unas monedas, según la tradición, con lo cual queda claro para ambos, regalado y regalador, que hay una cosa con la que no se quiere cortar, y es con la amistad.

“Que lo que une la amistad no lo corte el cuchillo”. Se dice tal frase, se entregan las monedas y se recibe el fierro.

Así que acepto los cuchillos que el Flaco me regala a cambio de monedas, y éstos pasan a deambular por cajones, repisas, estantes y estuches de mi casa, como recordatorios de que siempre es elección de uno mismo cortar con algo. Uno solo de ellos, elegido, va en el bolsillo de la chaqueta.

Pero bueno, estamos en la feria.

Ese domingo fue especial. Conocí, de la mano del Flaco, al viejo Lenon.

Veníamos bajando por Tristán Narvaja hacia la calle Uruguay.

- Vení, te voy a presentar a Lenon.- dijo el Flaco.

Yo pensé para mis adentros: “Zás!, ahora tenemos para media hora por lo menos hablando de cuchillos y yo que tengo que buscar la repisa de hierro forjado que me pidió la Flaca…”

Agarré el termo que ya me acalambraba el brazo izquierdo, y me cebé un mate, preparándome para una larga escucha.

Desde una distancia que estimé en unos 30 metros, ya divisaba a mi futuro conocido Lenon.

La verdad, me atrajo su apariencia. Presté especial atención a su golilla prolijamente anudada en 4, su camisa, su chaleco, su gorra, sus alpargatas y su bigotito a la antigua, finito.

El Flaco nos presentó antes de iniciar una conversación…. sobre cuchillos, claro está.

- Lenon, te presento a mi amigo Claudio, Ingeniero Agrónomo.

Nos saludamos con un apretón de manos.

Alcancé a percibir una nota de curiosidad en los ojos del viejo Lenon cuando el Flaco aludió a mi profesión.

Por la pinta, que apenas describí, se notaba que el viejo venía del campo, más bien.

Verán, Lenon es un cuchillero. Sabe de cuchillos, cómo son, cómo es su acero, de cuántas y qué clases hay, cómo se hacen, sus diferentes partes…. Experto en platería criolla…. y en historias varias.

Pero sobretodo, cómo y para qué se se usan…..

Lógicamente se pusieron a conversar, Lenon y el Flaco. Yo escuchaba atentamente.

De vez en cuando Lenon me miraba, como queriendo satisfacer una curiosidad que había dejado esperando desde nuestro saludo inicial.

Al fin se decidió, y en un afloje de la charla con el Flaco, me miró y me preguntó:

- ¿Así que Ingeniero Agrónomo?
- Sí, por desgracia.- respondí, bromeando acerca de mi elección profesional.

Nos pusimos a conversar con Lenon y para mi asombro, esta vez era el Flaco el que escuchaba.

Entre otras cosas, contó el viejo Lenon de sus años de tropero allá por el Cerro Largo.

- Conozco.- dije, parcamente.

Mi memoria quería decirme algo de los pagos del Cerro Largo pero todavía no sabía qué.

Por debajo del chaleco de Lenon asomaba el verijero que siempre lo acompaña, un cuchillo que tanto sirve para un asado como para despenar un cristiano, llegada la ocasión.
Al ver que yo prestaba atención a ese detalle, lo sacó y me mostró su pequeño cuchillo dentro de su vaina, acompañado por un objeto punzante de metal, algo oxidado.

- ¿A qué no sabe qué es esto?. Me preguntó, desafiante.

- La verdá que no..- le contesté.

Lenon sonreía mientras me daba tiempo para ver si por ahí se me ocurría qué podía ser aquel fierrito. Al fin, habló.

- Esto es la punta de la picana que yo usaba en la época en que era tropero. Siempre la llevo conmigo.

Ah! definitivamente el viejo tenía historias que contar, a juzgar por esos pequeños detalles.

Venía de Argentina, de algún lugar de la pampa, Pergamino tal vez, que había tenido que abandonar muchos años atrás, por cuestiones de cuchillos, muy diferentes a las que ese domingo lo llevaban a la feria.

En aquellas circunstancias, contó, un obligado e improvisado derrotero lo llevó a los pagos del Cerro Largo, en Uruguay, donde se afincó y pasó años largos de anónimo tropero. Ese comienzo de historia me gustó.

- ¿Y por qué zona andaba?.- pregunté
- Por Bañados de Medina, anduve años por allá.- me respondió
- Conozco.- dije
Lenon enarcó una ceja, como formando un signo de interrogación.

Ahí nomás, por tener algo que decir, le conté mis inicios como estudiante de Agronomía en la Escuela de Bañados de Medina por el año 72.

Cómo es de esperar entre orientales, uno nacido y el otro por adopción, empezaron a aparecer las semejanzas y las distinciones, buscando conocidos comunes que nos facilitaran la continuación de la conversación y de una relación amistosa.

- ¿Me deja contarle una historia?.- le pregunté
- ¡Cómo no!.- respondió Lenon, curioso.

Por un momento observé al Flaco y me complació su actitud expectante acerca de los cuentos que se veían venir en el aire.

Al escuchar el nombre del paraje de Bañados de Medina, se me había venido a la mente la historia de aquel encuentro con el viejo guasquero y guitarrero, que como dije antes, nunca olvidé, pero perdí su nombre.

Y ahí nomás empecé a contarle la historia al viejo Lenon. Era la primera vez que le contaba esta historia a alguien. Pero esta vez, percibí que mi interlocutor comprendería el sentido de la misma.

En el curso de mi narración, a la que Lenon y el Flaco prestaban mucha atención, ocurrió algo extraordinario:

Antes de que yo alcanzara a describir completamente mi encuentro con el Viejo guasquero, ocurrido 40 años atrás, y mucho menos su aspecto físico, Lenon me interrumpió bruscamente:

- ¡Era un viejo alto de melena y barba blancos, guasquero!

Yo quedé estupefacto, aunque me contuve y traté de no entorpecer la charla demostrando algo.

- Sssi, señor, exactamente.- dije, titubeando.

Continué como pude con la historia, mientras oleadas de memorias me atropellaban, pero Lenon demostraba más y más interés. Conté del mate, los tientos, la guitarra, su barba y melena blancas y mi asombro de adolescente y…

Al final, confesé:

- La pena es que no recuerdo su nombre, aunque su estampa imponente nunca se va a borrar de mi memoria.

- Sí.- dijo Lenon, muy tranquilo- A ese viejo guasquero yo lo conocí, espere un poquito que ya me va a venir el nombre. Larga melena blanca, sí, espere un poquito…. Ah! ¿Y sabe qué, se acuerda? El hombre coleccionaba máquinas de escribir, compraba máquinas y las juntaba, ¡¡¿pa qué?!! ¡ Al pedo las juntaba, si no sabía escribir! … Pero espere un poquito que ya me va a venir el nombre…..

Y miraba hacia arriba como recordando y buscando el nombre perdido…..

En fin, la charla fue derivando hacia otros temas, aunque siempre terminando en
cuestiones relativas a aceros, temples, formas, cabos, guardas, usos.

Al cabo de un rato, decidimos con el Flaco que ya era tiempo de seguir nuestro camino dominguero. Nos despedimos de Lenon “hasta más ver”, con un apretón de manos de esos que se dan con afecto recién estrenado. Empezando por poner la mano horizontal, trabando las articulaciones de pulgar e índice, girando y cerrando la mano de a poco y midiendo la fuerza con el otro.

Nos fuimos yendo hacia la calle Paysandú.

A la distancia, yo miraba de tanto en tanto hacia atrás, y veía al viejo Lenon parado en mitad de la vereda, mirando hacia arriba con los pulgares enganchados en las presillas del pantalón, como buscando un recuerdo…

Otros cuchilleros le empezaban a reclamar la charla.

……………………………………………………………………………..

Pasaron algo así como 3 semanas antes de volver de nuevo a la feria.

Un domingo, a eso de las 8 y media de la mañana, sonó el teléfono.

Era el Flaco.

- Vamo´a la Feria?
- Vamo-
………………………………………………………………………….

Dejamos el auto estacionado en Uruguay y Eduardo Acevedo. El cuidacoches nos conocía bien y siempre nos quedábamos tranquilos al dejarlo allí. Además, la suave pendiente podía ayudar en caso de necesidad de arrancar con batería baja.

Comenzamos nuestra recorrida tomando por Tristán Narvaja hacia el Norte, hacia la calle Paysandú.

Lo primero que atrajo mi mirada, al instante, fue la imágen del viejo Lenon, de golilla y chaleco, como siempre. Ya andaba por allí conversando con los cuchilleros. Él no era un cuchillero de puesto fijo, deambulaba por la feria.

Nos vió venir.

Una sonrisa y una mirada franca nos anunció que nos había visto y que nos esperaba….

A treinta metros, mientras caminábamos, comenzó a balancear su dedo índice en dirección a nosotros, esperando que nos acercáramos un poco más.

Sin dejar de señalarnos, mirándonos fijamente a la distancia,no esperó a que llegáramos hasta él.
Sólo esperó a estar seguro de que su voz se escucharía clarito y fuerte:

- ¡Robustiano Núñez! ¡Sí señor! ……….

……Y esa voz a quemarropa fue un destello en mi cabeza y el nombre de un viejo de melena y barba blancas se trenzó como los tientos de un lazo para siempre en mi memoria.
c.l.