viernes, 26 de septiembre de 2014

Un boliche. c.l.n.

Hace muchos años, había un boliche en la calle Yaguarón, a la altura de la calle Colonia. La ciudad, Montevideo. El boliche, El Luzón.
No sé si existe aún porque hace mucho que no voy a Montevideo y no me interesa demasiado ahora en este tiempo. 

Es que me convertí en un viejo solitario y vivo lejos de la gente, apartado de todo.

Además, si existe ese boliche todavía, , no debe ser el mismo que aquél de los 80.
 
Acostumbraba aparecerme por ahí cuando me picaba el hambre y andaba solo, cuando mis amigos estaban desparramados sin una línea y seguro ese boliche era el lugar indicado para reencontrarse, para comer algo, para tomar un "clarete fresco" y retomar la vuelta de un Montevideo que se iba y dejaba paso a otro. 

Una sola mesa junto a la ventana. Las demás, en fila contra la pared a la izquierda. 

Entrando a la derecha, el mostrador y en primer lugar, el Mellado revoleando tortillas gallegas en la sartén, o amasijando gramajos. 

Un espeso olor a fritanga lo impregnaba todo.

A una de las mesas contra la pared, arribaba a eso de las nueve menos cuarto, un viejito petizo, medio pelado, que lucía un sobretodo gris gastado y una bufanda de lana llena de pelotillas. 

Todas las noches, a eso de las nueve menos cuarto. 

Me acuerdo bien porque me lo cantaba el reloj grasiento que colgaba de la pared. 

Apenas sentado, el viejito pedía un plato de ravioles con tuco y un vaso de vino. 

A fuerza de un humo espeso, uno ya tenía la ropa a esa altura grabada con todo el menú del día. Pero no importaba. 

Lo importante era estar ahí, costara lo que costara, esperando una cara conocida en la puerta para invitar a su dueño o dueña con un gramajo y... un clarete fresco, o quién sabe. 

Siempre recuerdo al viejito de sobretodo gris. 

Apenas terminados los ravioles, inclinaba su cabeza sobre el pecho y se quedaba dormido. Una siesta de exactamente 20 minutos. Era como un ritual. Ni uno más, ni uno menos. 

El humo espeso amortiguaba las voces y nos igualaba a todos. y se mezclaba con los murmullos del boliche y sus frases perdidas. 

En fin, con el estómago lleno era otra cosa. Podías emprender de nuevo el intento de que no se acabara el día, de que algo más sucediera al atravesar la puerta y salir de nuevo a la calle, con suerte acompañado de alguien. 

Yo tenía bastante suerte. Casi siempre terminaba encontrándome con alguien para obviamente armár un plan para esa noche. 

Así que terminada nuestra cena y un par de jarras de vino, arrancábamos para algún lado, con alguna idea, que, real o fantástica, a algúna parte nos llevaría. 

Pero nunca antes de echar una mirada hacia atrás, al interior brumoso del boliche, saludar y ver al viejito despertar bruscamente de su siesta de veinte minutos, erguir la cabeza, alzar la mirada, levantar el dedo índice y con una sonrisa decir en voz alta: "Mozo! Un plato de sopa... bien caliente!!!!"
Prefiero...

Prefiero las alpargatas a las Caterpillar, el guiso a las hamburguesas Mc donalds, el cigarro a la cocaína, la conversación en la esquina al Feisbu, la palabra amable a la frase ingeniosa, la mano caliente a la palabra, la paciencia al apuro, la pregunta a la sentencia, el ¿vos qué pensás? al no entendés nada, el abrazo a la bofetada, la puerta abierta al muro, la contemplación a la acción, el mar.... prefiero el mar....
Pepino va en cana.

En los comienzos de la resistencia, por el año 73, todos teníamos alguna función que cumplir y lo hacíamos a cabalidad. Algunos salían a escondidas a dejar panfletos en las esquinas, panfletos cuidadosamente redactados por otros que lo pasaron a otros que se mancharon de negro hasta las patas en ruidosos mimeógrafos, los armaron en pequeños paquetes que otros repartieron a otros que fueron los primeros que nombré. Y otros y otros hacían otras cosas que juntas fueron un montón.
Al Pepino le tocó la función de desparramar “miguelitos” por la Avenida pa pinchar las ruedas de los ómnibus que todavía circulaban desafiando el llamado a huelga general. Y tomó la función a cabalidad. Zarpó en su bicicleta de mañana temprano un día de esos, con el bolso al hombro lleno de miguelitos.
Prolijamente y con planificada pulcritud, iba metiendo la mano en el bolso pa sacar una trenza de miguelitos y dejarla tirada al paso, en mitad de la calle.
Tan compenetrado estaba en su trabajo que no se percató de la “chanchita” que estaba estacionada al doblar la esquina.
A diez metros de ella, del cagazo y sin que ningún milico se lo pidiera, bajó la pata izquierda y frenó con la alpargata. No le dio el tiempo pa elegir entre hacerse el bobo y seguir, o mostrar la cola e´paja.
Mostró la cola e´paja pa su desgracia.
Un milico se bajó de la chanchita con el mate en la mano y se le plantó enfrente levantando la otra: “¡Alto!”
Pepino apretó los labios y pensó: “Soy boleta”. Pero sin rendirse espetó al milico:
“¡Fíjese estos comunistas de mierda, están tirando miguelitos! vengo juntando miguelitos por toda la avenida, mire el bolso, ya junté todo esto!”
El milico bajó la mano, con la otra levantó el mate hasta los labios y lentamente le pegó una chupada. Hizo una seña hacia la chanchita y se bajaron tres más, mientras le decía a Pepino:
“Es cierto, pero los miguelitos vienen de allá (señalando hacia atrás de Pepino) y usté va pa allá! “ señalando hacia el otro lado. “¡ Queda detenido!”
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Las cenizas de Valerio.- C.L.N. 2014
1.- Invierno
         Hoy es un lindo domingo de diciembre, soleado y seco. El aire está tibio y eso es raro en las puertas del invierno ibérico. Los árboles que amarillearon los últimos meses ya perdieron las hojas.
Me levanté más o menos temprano, a eso de las nueve, que para domingo tan apacible es temprano en este pueblito de las afueras de Madrid.
Fabio, mi compañero de piso, ya salió a comprar pan recién horneado, manteca, leche y alguna mermelada para desayunar como corresponde exactamente a este domingo.
Quedamos él y yo solamente, alquilando dos de las habitaciones de este chalecito adosado al gran chalet de Angelina, la dueña de toda la propiedad. Hace poco se fue Cecilia, la tenista uruguaya que convivió  con nosotros un tiempo, y no tengo la menor idea adónde, porque no dijo.
         Me siento con el mate frente a la ventana y miro al exterior. Toda la edificación está rodeada por un jardín de no menos de dos mil metros cuadrados. Un apacible jardín en una apacible urbanización lejos de la agitación de la capital.
         El mate está recién hecho y lo cebo con delicadeza. El sonido de los chupidos que le doy es lo único que se escucha, aparte de mi propia respiración.
Así que me levanto y pongo algo de música, me siento nuevamente frente a la ventana que da al enorme jardìn, en el que lucen una gran piscina (sin agua), un viejo olivo y unos metros más adelante, cerca del portón de metal de la entrada, un Jaguar gris del 75 posando sus ruedas desinfladas en el pasto amarillento y la tierra reseca. Qué lindo coche. Había sido el coche del difunto marido de Angelina, muerto hacía dos años.
         Mirando la espuma que baña la yerba repaso mentalmente las circunstancias que me trajeron a este momento y este lugar. Ah, mis veleidades de aventurero fuera de tiempo.

Cruzando la calle, está la gran casona de Miguel, Blanca y sus hijas. Me lo imagino a Miguel en este mismo instante, haciendo zapping frente a la TV, puteando por la basura que pasan irremediablemente. Tengo ganas de cruzar a ofrecerle un mate. Pero mejor no, prefiero quedarme sólo hasta que vuelva Fabio, con el pan calentito y la manteca.
         Entre mate y mate, me vuelvo a preguntar qué hago yo en estas coordenadas de tiempo y espacio. Ya veo que esta pregunta me rondará todo el día la cabeza hasta caer la noche. Seguramente cuando caiga la noche me vendrán ganas de un cognac y de tocar unas milongas orientales en la Ferrer granadina que compré de segunda mano y que está ahora recostada sobre el sofá. Ella acepta la cita y parece decirme que juntos, esta noche, encontraremos la respuesta.
2.- El contrato
Mientras hilvano las historias que me trajeron aquí, se las voy a ir contando. Había llegado casi por casualidad, tres meses antes, entrando el otoño, ya que el destino que una vez me había figurado resultó ser otro.
Es que hay veces que uno tiene ganas de tomarse los  vientos del lugar de dónde circunstancialmente está, y se va nomás, sin saber para donde ni demasiado por qué. Esto sin dudas ocurre porque las emociones no atienden razones, por lo menos en mi caso.
Aquel día, tres meses atrás, en que me habían dado esas ganas, como tantas otras veces antes, había cargado mis pocos bártulos en mi Renault 5 y me había rajado de mi bulín anterior, a raíz de una pelea con el Coqui, el compañero con el cuál habíamos rentado hasta entonces otro chalecito a pocas cuadras de aquí. También estaba Julio, un guitarrero uruguayo amigo edl alma que se ganaba la vida tocando en el Metro y dando clases de guitarra, compartiendo con nosotros aquel chalecito, pero hacía unos días antes de mi partida se había vuelto a Madrid más por razones profesionales que por otra cosa, me imagino.
Así que tomada la decisión salí sin pensarlo demasiado a buscar algún techo para seguir un tiempo más tentando mi suerte en la Madre Patria. No hacía mucho que venía deambulando en ese territorio ibérico y heterogéneo y ya me estaba cansando de tener que agarrar cuanta changa aparecía, ya fuera como vendedor, actor, maquinista de teatro, artesano, guitarrero en el Metro (haciéndole suplencias a Julio mientras iba a almorzar) y yo qué sé cuántas cosas más. Pero por otro lado, ese devenir me había enseñado a identificar una serie de habilidades ocultas, que hasta entonces no había imaginado tener.
         Al volante de mi Renault, venía pensando más o menos para donde rumbear cuando se me ocurrió una idea. Tenía que, antes de arrancar quién sabe para donde sin rumbo y desesperau, como dice el tango, pasar a saludar a  mi amigo Fabio en el chalecito adosado a la gran mansión de Angelina.
         Estacioné el Renault lleno de bártulos en la puerta de aquella casona de  como las de Carrasco en Uruguay (pensé). Toqué el timbre y Fabio vino enseguida a recibirme. Nos saludamos con un abrazo. Le expliqué que andaba algo así como sin destino y que pasaba a saludar, no más.
Creo que adivinó la situación. Él también era amigo del Coqui y se imaginó enseguida por donde venía la mano. Ya estaba al tanto de mis intenciones.
Me invitó a entrar y nos pusimos a charlar sobre las cosas de la vida, en fin, ya saben.
En determinado momento levantó las cejas, o mejor dicho, una ceja, como dibujando un signo de interrogación y me sugirió quedarme en el chalecito, ya que habían dos habitaciones libres.
La verdad es que no se me había ocurrido antes esa posibilidad y le pregunté:
         - “Bué, veamos… ¿con quién hay que hablar....?”
Sonrió y de inmediato fue a llamar a Angelina para proponerle un nuevo candidato a inquilino para una de las habitaciones que estaba libre.
         Así fue como la conocí. Una linda española de unos cuarenta y cinco años, sencilla y de suave carácter. Vino hasta el chalecito, Fabián nos presentó y empezamos a negociar. Cuatrocientos euros por mes (fue lo que me propuso) era demasiado para mí. Me sentí decepcionado, porque ya me había entusiasmado la posibilidad de quedarme allí. Pero con esa astucia que a uno se le despierta en otro país, que no en el propio, y buscando rápidamente en mi mente una solución creativa, teniendo presente lo precario de mi situación y a la vez olfateando una oportunidad de no quedar boyando sólo por las afueras de Madrid, me puse a pensar cómo lograr que Angelina bajara sus pretensiones. Debía encontrar una contrapropuesta razonable rápidamente.
Inteligentemente, creo, apelando a mis dotes como arregla tutti, le propuse un alquiler de 300 y mi disposición a arreglar cualquier desperfecto además de realizar algunas tareas de mantenimiento en la propiedad, como forma de compensar la diferencia. Fabio nos miraba a ambos siguiendo el diálogo con los ojos abiertos y girando la cabeza de un lado a otro.
Con mal disimulada expectativa de mi parte, ví que Angelina recibía la propuesta con una expresión de duda en su rostro.
Fabio intervino rápidamente, enarcó las dos cejas y dijo:
         -“¡Dale Angelina!”.
Luego de pensarlo un momento, Angelina aceptó. Así empezó todo.
Yo me sentí feliz y Fabio no dejó de expresar su alegría también. Inmediatamente fue a subir la música. Invitó a Angelina con un té y al ratito estábamos los tres conversando animadamente alrededor de la mesa. El trato estaba cerrado y Angelina sin más, me mencionó un desperfecto en el sistema de calefacciòn central de toda la propiedad, que requería atención urgente. Como resultado, negocio cerrado y Claudio devenido oficial calefaccionista por competencia notoria, además de técnico en mantenimiento de propiedades.
         No serían las únicas tareas que me encomendaría Angelina……
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3.- Encuentros y despedidas
         Cecilia, uruguaya, de Minas, ocupaba también una habitación en el chalecito y se ganaba la vida como profesora de tenis. Así que tres ripolatenses anclados en Madrid (Fabio era Argentino), comenzaron a compartir la vida cotidiana.
         Al poco tiempo Cecilia nos comunicó no sin cierta pena, que se iba. Un gran tenista que andaba por ahí había sabido ganarle el corazón y decidieron mudarse juntos a otro lugar.
         A partir de ahí y por si las moscas, de entrada le dije a Fabio: "¡Vos cocinás y yo lavo los platos y hasta ahí llegó mi amor!¿Ta claro?!" Fabio largó una risotada y aludió a mi poco apetecible apariencia según sus gustos. Como argentino peluquero gay de ley, entendió mi mensaje y aceptó el trato de buena gana. Buen trato para mí, por otra parte, porque cocinaba como los dioses. De él había aprendido a hacer las mejores pizzas de la comarca. Su amistad ha sido duradera, lo sé hoy, 7 años después de que me fui de esos pagos. Amistad que aún hoy mantenemos a la distancia.
         Así fue que me instalé en mi habitación del chalecito adosado a la mansión de Angelina. Yo no cargaba con muchas cosas materiales y hago esta aclaración porque de las otras tenía un vagón. Apenas arrastraba dos valijas con ropa, una caja de herramientas, un acolchado de plumas de Ikea, una notebook destartalada que me había regalado Fabio y una guitarra Ferrer que había comprado de segunda mano un tiempo antes. Ah, y el Renault estacionado en la puerta.
         Yo venía de varios tropezones, así que era tiempo de descansar un poco. Durante los dos últimos años había tenido una pila de trabajos diferentes, actor en ferias medievales, técnico en una compañia de espectáculos temáticos, chofer, encuestador, pintor, artesano, maquinista de teatro en la compañía de Miguel y recientemente, socio gerente en una pizzería con el Coqui, o sea gerente, mandadero, pizzero, lavandín y conversador.
 Precisamente la sociedad con el Coqui se había desbarrancado y era una de las razones por las que me había ido.
También venía rumiando una separación, un desecuentro, que no es poca cosa, no sé si saben.
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4.- Jesús.
         En los tiempos de empresario pizzero, y en uno de los ratos libres que pellizcaba entre las múltiples tareas comprendidas entre la cocina y el mostrador, entablé relación con un cliente que venía todos los días al boliche. Me llamaba la atención que llegaba todos los días a la misma hora, a eso de las 18 y 30, pedía unas cañas y permanecía sentado, mirando discretamente a los parroquianos pero sin decir palabra. Un solitario.
         Un día me animé y me acerqué a él. Lo invité con una “caña”, una cerveza. Le pregunté alguna cosa como para iniciar una charla y no pasó mucho rato antes de que se armara naturalmente un corralito de conversación a nuestro alrededor, y de que ésta derivara en tópicos digamos humanistas, políticos, psicológicos, existenciales....
Pronto me dí cuenta de que el hombre no daba puntada sin hilo y de que le gustaba conversar conmigo. Y a mí también con él, como era lógico. Yo disfrutaba plenamente de una conversación que invitaba a pensar, en el medio de un país que había casi perdido ese saludable hábito y que vivía en un clima de frivolidad permanente.  Él a su vez sentía un especial gusto por conversar conmigo, ya que yo prestaba generosamente mi oreja a sus preocupaciones y le contestaba de una manera que más o menos lo estimulaba. Un tiempo después me confesó por qué.
         Se llamaba Jesús, y era profesor de filosofía de la Universidad Complutense. Me contó algunos avatares de su vida, como que había sido criado por su abuela ante la ausencia de sus padres, que había sido cura jesuíta pero que había abandonado esa fallida vocación y que finalmente se había dedicado a la filosofía. Inevitablemente, nos hicimos amigos.
         Pasé muchas tardecitas, entre atender  clientes y preparar pizzas, conversando con Jesús. Un gran tipo.

         Pero como les dije, la pizzería no duró mucho. La crisis empezó a golpear fuerte y tuvimos que cerrar... bueno, y algunas desavenencias también ayudaron. “Bueno..”, pensé, “otra changa que se va… Ya veremos qué surge.”  Dejé de ver a Jesús llegando a las 18.30 a tomarse unas cañas y a conversar. Pasaron varios días y semanas durante los cuáles me dediqué a buscar un nuevo curro.
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5.- Reencuentro
         Una tardecita estaba en casa, es decir ya instalado en el chalecito de Angelina, tomando una copita de cognac y mirando por la ventana hacia el enorme jardín. Sentía pena por ese precioso Jaguar del 75 pudriéndose al sol. Pensaba en lo difícil de mi situación, sin un trabajo fijo, en medio de un panorama de crisis económica en ciernes.
De repente ví que se abría el portón de entrada e ingresaba  un hombre. Agucé la mirada para distinguir su apariencia entre los claroscuros del crepúsculo, y cuál no fue mi sorpresa cuando vi venir caminando, entre el olivo y el Jaguar desinflado, dirigiendo sus pasos hacia el gran chalet de Angelina , a Jesús.
-"¡Pero que hace este hombre aqui!", -"¡Jesús, esta parte de tu historia no me las has contao, hombre!”,  pensé.
Abrí la puerta del chalecito y grité:
-"¡Jesús!".
-"¡Hombre! ¡Qué gusto verte! ¿Vives aquí?" me preguntó no sin asombro.
-"Pues claro hombre, ven adentro!" dije en un mal fingido español madrileño.
Entramos al pequeño estar-cocina y después de superar el asombro de habernos encontrado en tan inesperadas circunstancias, lo invité a sentarse a la mesa y compartir una copa de cognac. Nos pusimos a conversar animadamente.
No pasaron ni cinco minutos hasta que me enterara de que Jesús era el amante de Angelina. Sorpresa y sonrisas.

         ¡Cuántas historias, sinsabores, alegrías y anécdotas deambularon en torno a la mesa, copa de cognac en mano, esa noche! Que no fue la última ni mucho menos.
         A partir de entonces, orillando las siete de la tarde, aparecía infaltablemente Jesús en el portón de entrada. Abría con su propia llave, se aseguraba de cerrar debidamente y avanzaba luego por el sendero entre el olivo y el Jaguar. Pero lejos de dirigir sus pasos hacia el gran chalet de Angelina, desviaba su camino al chalecito, a tomar una copita de cognac y conversar con  su amigo, si no el único, uno de los pocos que tenía.
         Una de esas tardecitas, sentados ya en torno a la mesa de la cocina - estar, copa de cognac en mano, me comentó:
-"¿Sabes, Claudio?, yo ya no puedo mantener esta relación con Angelina. No es ella, a quién adoro, son sus hijos. Yo no estoy preparado para hacerme cargo de ellos. No sé qué hacer.... ¡son insoportables!, estoy decidido a dejarla, no soporto más, necesito alguien con quién poder pensar, es más, ya he alquilado un piso pequeño en Arturo Soria, muy bien para mis necesidades. El viernes me marcho!"
         ¿Qué puede decir uno ante tan tamaña decisión, cuando uno mismo ha pasado por esas sin saber cómo salir?
         Esa noche conversamos un rato más. Yo por mi parte, tratando de elegir cuidadosamente las palabras , porque, ¿quién es realmente capaz de aconsejar a alguien en esa situación? De manera que terminé hablando de mis propios dolores y separaciones, que es lo mínimo… y quizás lo máximo que uno puede aportar en circunstancias como esas.. Filosofamos un rato acerca de la "separación" como centro de la angustia humana y luego nos despedimos como buenos amigos, con un abrazo, eso sí, no sin antes vaciar la botella.
6.- Separación
         Pocos días después, de tardecita (¿por qué todas las cosas importantes pasan de tardecita?), volviendo al chalecito, veo una furgona Hyundai cargando petates frente a la casa grande. Jesús venía caminando hacia mí con la mano extendida. Enseguida me dí cuenta de que me enfrentaba a una despedida.
-"Claudio, me voy, hemos sido grandes amigos, te extrañaré", fueron sus palabras.
Apreté su mano, nos miramos brevemente y sin decir nada. Luego me quedé contemplándolo a medida que se iba a montar en la furgona. Angelina no estaba a la vista.
Partió la furgona, con Jesús, sus petates y su proyecto de amor trunco, momento que para un ex jesuita huérfano debió ser un golpe fuerte. Se cerró el portón y me fui para adentro a brindar solo, con una copa de cognac, por un amigo que se alejaba y esperando que Fabio llegara pronto a preparar la cena. Es que esas cosas hay que tomarlas así, sin darles demasiada importancia, porque sino esos pensamientos pueden atreverse a complicarte la noche y no estaba yo para complicaciones.
         Sufría pensando los platos y cacerolas que tendría que lavar después. Todo el mundo sabe que un gran cocinero es un fenomenal ensuciador de vajillas y enseres varios, como es lógico. Él sabe que otro es el encargado de levantar ese tendal de ollas, cubiertos y platos pegoteados.
         En fin, esperando a Fabio me acordé de un pedido de Angelina y aproveché el momento para salir a cambiar la bombilla de luz del farol que estaba junto al olivo. Un contrato hay que respetarlo.

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7.- Dolorcillo de pecho.
         No pasaron ni dos días desde la partida de Jesús, cuando una tardecita, (otra vez la tardecita anunciadora de cuestiones del alma), a esa hora en que los corazones se preguntan cosas a sí mismos sabiendo de antemano que no hay respuestas, sentí unos golpecitos tímidos en la puerta. Me pregunté quién sería a esas horas. Por un momento pensé en Jesús, pero enseguida supe que no sería él. Con mi copita de cognac en la mano izquierda, abrí. Frente a mí estaba Angelina, vestida con un camisón, una bata y pantuflas, o “zapatillas de andar por la casa” como las llaman. Se notaba triste, muy triste y su cuerpo aparecía levemente encorvado.
-   “¡Angelina! ¡¿Qué tal?! ¡Pasa, ven, está frío allí fuera!” y suavemente con mi mano en su hombro la empujé hacia adentro.
La invité a sentarse. Le ofrecí una copa. Al principio se mostró indecisa. La noté agitada o mejor dicho, angustiada. Comenzó a hablar.
-   ¡Ay, gracias, Claudio! Es que tengo un dolorcillo aquí en el pecho! (gesticulaba estrujando su camisón contra el pecho) “Sé que tú te habías hecho muy amigo de Jesús y no sé, pues se fue, quería saber …pues… ¿tú que piensas…. ¿me puedes decir algo?”
         -ZAS!! Pensé…. “¿Qué hago!?” Lo mejor era improvisar frente a situaciones como ésa.
-“Ven, Angelina, siéntate y conversemos…” le dije. 
Accedió y se sentó en una de las sillas que rodeaban la mesa.
Me confesó su pena por la separación de Jesús. Realmente estaba muy dolida y traté de comprenderla lo mejor que pude. Conversamos largo rato. A medida que avanzaba la conversación, poco a poco, ésta fue derivando como suelen hacer las conversaciones más allá de nuestra voluntad, hacia historias y penas pasadas, de ambos, vamos! que yo no me quedé corto en palabras.
Me contó acerca de su matrimonio anterior. Había enviudado hacía dos años.  Su difunto esposo, Valerio, había sido un famoso cantante lírico. Ella también había sabido cultivar ese arte. Pero su vida matrimonial no había sido feliz. El maltrato y la violencia habían minado su autoestima. Y luego había encontrado en Jesús un compañero, una esperanza y la posibilidad de rehacer su vida. Y ahora ésto.
Traté de expresarle mi comprensión y apoyo lo mejor que pude y finalmente, en un arranque de esos que me caracteriza, le dije sin más:

-   ¡Pero Angelina, después de lo que me has contado aún tienes ese Jaguar desinflado allí en el jardín, como para que lo veas cada día, cada mañana en que abres la ventana al jardín para reavivar tu pena?!!! SU Jaguar!!!
“¡Es hora de que pienses en una nueva vida para ti, joder!, o no?”
Abrió los ojos y dibujó una O con su boca, asombrada por mis palabras.
Yo pensé: “Bueno, te has extralimitado, Claudio….”
Pero no, la O se transformó en una “e” que rápidamente devino en sonrisa, me abrazó, me dio un beso y me dijo: “Gracias Claudio, ya me voy, hasta mañana….”.
-¡Hasta mañana Angelina! Que descanses. Y cuando quieras ven a conversar, estaré aquí”, “¡Ah! Fíjate que ya funciona la calefacción!”
Me miró con agradecimiento, me hizo “adiós” con la mano y se fue a su casa, con una mano estrujando su camisón contra el pecho.
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8.- Los días después
         A partir de entonces, no hubo tardecita, entre las 18.55 y las 19.35 en que no sintiera unos tímidos golpecitos en la puerta….. Cuando abría, infaltablemente era Angelina, con su bata blanca y sus zapatillas de andar por la casa, sus manos estrujando el camisón contra el pecho y diciéndome plañideramente:
-   ¡Ay! Disculpa Claudio, ¿tienes un momento? Es que tengo un dolorcillo aquí en el pecho que…..!
Realmente era una bella mujer y yo andaba solo, pero ella con sus dolorcillos y yo con los míos planteábamos un escenario en el cual por el momento no teníamos chance de encontrarnos en otro nivel.
En fin, por suerte nunca me faltó el cognac….
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9.- Mudanza
         Una mañana de domingo, un precioso domingo de otoño ya avanzado con sus colores amarillos, rojos , naranjas, estábamos escuchando las primeras noticias en la tele con Fabio. Yo tomando unos mates, claro, él comiendo pan con manteca. Apareció de golpe Angelina en la puerta, que estaba abierta de frente al gran jardín. Elegantemente vestida, acompañando los colores de esa mañana. Nos saludó muy efusivamente. Fabio la invitó a pasar. Se notaba claramente un cambio en su estado de ánimo. De todas maneras, intentó ejercitar algún tipo de comentario tristón. Pero como eso no pegaba con la luminosa mañana ni con su propia apariencia y energía, Fabio le espetó:
-   ¡Dejate de joder Angelina, pasa, ven, vamos a poner música y vamos a bailar!!!! Imagínense, un domingo de mañana Fabio y Angelina bailando sevillanas, así de repente, sin preámbulos!. Maravilloso.
Fabio tenía esa extraña habilidad de convertir la tristeza en alegría al instante con un gesto. Rápidamente los sentimientos más tristes de Angelina que por un momento quisieron aflorar nuevamente, dieron paso a una alegría hacía tiempo olvidada.
Luego de unos cuantos minutos bailando, Angelina y Fabio se sentaron a descansar a las risas. Nos contó los verdaderos motivos de su visita. Quería saber si podíamos ayudarla con una mudanza.
-“¿Una mudanza…?” pregunté preocupado.
-“Si, debo traer unas cosillas para aquí desde Ópera y pensé que vosotros podríais ayudarme!” “Podemos pedir prestada a Miguel la furgona grande que usan para el teatro….!”
Enseguida nos explicó la situación. Su difunto esposo y sus hermanos, habían tenido una academia de música y canto en Madrid, en el barrio de Ópera. La misma había cesado de funcionar dos años antes, cuando la muerte de su esposo. Se hacía necesario entonces disolver la sociedad y repartir los bienes de la academia, además de rescindir el contrato de alquiler del local.
Pensé que eso era una buena señal, Angelina comenzaba a encarar su pasado.
-   “¿Uds. Creen que si le pedimos la furgona del teatro a Miguel y Blanca nos dejarán usarla?” Nos preguntó ansiosa.

 Bueno, ella quería que la mudanza fuera ese mismo día, lo más pronto posible.
-   “Ay Angelina! Por favor! dijo Fabio. “Cruza la calle, pregunta a Miguel y Blanca si nos prestan la furgona y ya está! ¡Recuérdales que Claudio ya la conoce pues la ha conducido muchos miles de kilómetros ya!”
-   “¡Ay que razón tienes Fabio, iré!” dijo Angelina. Salió rápidamente rumbo a lo de Miguel y Blanca. Como era de esperar, regresó con las llaves de la furgona.
Así fue que, a las 12 del mediodía, Claudio estaba ya al volante de la gigantesca furgona, con Fabio de copiloto. Delante nuestro, señalando el camino, Angelina y Pilar, su amiga, en su BMW, rumbo a Madrid, a hacer  una mudanza, ¡a ver!!…. los domingos son ideales para eso, ¿o no?.
         Cuando arribamos al local, un piso en la primera planta de un antiguo edificio, las estrechas callejuelas apenas si daban paso a la gigantesca VW. Estacionamos la furgona bloqueando el paso totalmente. No pasaron ni cinco minutos antes de que la Guardia Civil se hiciera presente. Les explicamos los motivos de nuestro despliegue y lejos de advertirnos, solicitarnos que despejáramos la calle o algo por estilo, se ofrecieron amablemente para cortar y desviar el tránsito a efectos de que pudiéramos realizar nuestra tarea sin inconvenientes. “¡Qué diferente a Uruguay!” pensé.
Así que con energías, nos abocamos a la tarea. Pedimos instrucciones a Angelina. Nos dijo:
“¡Coged lo que queráis, si hay algo que os venga bien, cogedlo!”
-“¡Esto me lo llevo!!!” fueron ls primeras palabras de Fabio mirando con avidez un lindo sofá.
         Había tres pianos de estudio. No me detuve a pensar y no me resultó difícil la elección. Le dije a Fabio: “¿Te animás, vos y yo con este Pleyel? Lo llevamos para el rancho…”

Apenas una hora después, más o menos, con un piano, un sofá y todos los artículos que se puedan imaginar producto del saqueo de una academia de música y canto cerrada, llenamos la furgona y volvimos a casa, 25 km a las afueras de Madrid.
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10.- Sofá y piano

         Con sofá, piano y lámpara de pie, el chalecito era otra cosa. Tenía otro color.
Esa misma noche de domingo, mientras Fabio cocinaba, me puse a “querer” tocar el piano, luego de 40 años sin acariciar una tecla. Para mi sorpresa, logré tocar algo. Fabio me dijo:
         -“¡No sabía que sabías tocar el piano, qué bueno!”
-“Yo tampoco” le contesté.
         Más tarde, después de lavar los platos, me fui a dormir. Al día siguiente tenía que estrenar mi primer día de trabajo en el Dpto. de Administración de una empresa importadora. Ya se habían venido los fríos y antes de acostarme, busqué un estuche de CD para rascar el hielo que seguramente, de no menos de 1 cm de espesor, encontraría a las 7 de la mañana sobre el parabrisas del Renault.
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11- Las cenizas de Valerio
         A fines de noviembre, ya me hacía cada vez más seguido la misma pregunta: “¡¿Qué carajo hago que no me vuelvo pa Uruguay ya?!”
         Se sentían los primeros golpes de la crisis económica, Fabio estaba a punto de cerrar la peluquería de lujo en la que le había ido tan bien, pero que ya mostraba signos de quiebra. La pizzería hacía rato que la habíamos abandonado. La gente ya no iba a derrochar dinero así nomás por las noches.
         Un domingo por la mañana, momento en que el común de la gente descansa y  piensa sin apuro en eventuales proyectos, me encontraba yo mate en mano recorriendo placenteramente el jardín. Sentí que se abría la puerta de la casona de Angelina. Miré hacia allí y la ví asomarse vistiendo su bata blanca y sus zapatillas, dándome los buenos días y acercándose hacia mí con el evidente propósito de plantearme alguna situación complicada con dolorcillo de pecho incluído. Mi instinto me decía que quería decirme algo importante.
-“¿Sabes Claudio? He estado pensando en lo que hablamos”. “¡Tienes mucha razón!. Llamaré al Ayuntamiento para que vengan a retirar el coche, quédate tranquilo, pero ¡fíjate qué bueno! Me han ofrecido el cargo de gerente en un importante restaurante de Madrid y no sé qué hacer… vamos, qué es muy tentadora la oferta… pero… tú qué me dices?”
-   “¡Pues qué bueno Angelina!. Te diré: ¡No lo pienses más y acepta!”
Sentí que mi aprobación la animaba y salimos a recorrer el jardín, conversando.
         Cuándo llegamos al pie del viejo olivo, nuevamente miré hacia el Jaguar, un poco más desinflado que aquel día hacía ya como tres meses. Angelina se detuvo y suspirando me dijo:

-   “Ay Claudio! Siento un dolorcillo aquí en el pecho… quería pedirte un favor!”
-   “.....Pues claro…. Angelina, dime” respondí resignado a lo que fuera.
-   “Es que estuve pensando mucho y quisiera deshacerme de las cenizas de Valerio. Ya he ido a ver un lugar que sería apropiado para esparcirlas. Es en el cementerio de Villanueva” me dijo.
Me detuve en seco y le pregunté:
-   “¡¿Tú conservas las cenizas de tu difunto esposo?!”
Por lo visto no solamente convivía con el viejo Jaguar, sino con el ánima en pena del difunto.
-   “Pues sí, Claudio. Pensé que tú me podrías ayudar… ¿Puedes?”

-   Puesss…. Claro Angelina…claro. Y ¿cuándo y cómo quieres hacerlo?”.
-   ¡“Ahora mismo, si puedes!” me contestó, ansiosa.
         Sorbí lentamente lo que quedaba de agua en el mate y pensé, “Bueno, un paseo con Angelina y el mate en BMW hasta el cementerio de Villanueva a esparcir las cenizas de un difunto no es una opción corriente, pero, en fin..”. Acepté, ¿por qué no?.
-“Bueno”, le dije, “Déjame ir a vestirme, tú entre tanto apronta tus cosas y trae … bueno… las cenizas, claro... Te parece?” le sugerí.
-“Es que no las tengo en casa, Claudio….” dijo. La situación amenazaba complicarse.
-“¡¿Pues entonces dónde están?!” pregunté expectante.
Sin mover su cuerpo, frunciendo las cejas, desvió sus ojos casi temerosa hacia un costado y abajo…
-“Pues están allí…” dijo en un susurro.
Yo tracé mentalmente la línea recta de su mirada hacia la tierra y ésta me condujo al pie del viejo olivo.
-“¿Allí?” “¿Quieres decir allí?” dije señalando la tierra reseca.
-“Sí, si, si, mira…. Mustafá, el jardinero, ya sabes, las enterró allí hace dos años..” “Tú me ayudarías a sacarlas?!”
“¡Ay Dios mío!”, pensé, “¡Escarbar esta tierra debe ser como hacer un agujero con las uñas en la pared del estadio Centenario!”
-“….¿Y dónde exactamente las enterró?” le pregunté temeroso y a la vez resignado ante la enorme tarea que se me avecinaba. No tenía muy claro si mi contrato de alquiler, que se basaba en 300 euros mensuales más algunas tareas de mantenimiento, incluían la extracción de un duro suelo reseco de las cenizas de un difunto y su posterior traslado y respetuosa liberación al aire en un lugar apropiado.

Angelina me  señaló una zona difusa de más o menos dos o tres metros cuadrados alrededor del olivo.
-“¡Están por aquí, seguro que están por aquí! ¡Aquí las enterró Mustafá!”
Fui al galponcito del fondo a buscar un pico y una pala, pues con pala solamente no alcanzaría siquiera a arañar el suelo.
Volví al pie del olivo y acometí la tarea con ímpetu con el pico.
Pero yo no sé si ustedes tienen la experiencia de escarbar la tierra seca y dura de un jardín de Madrid en otoño. Créanme que no es fácil.
Al cabo de una hora, y con una zanja de un metro por un metro por 40 cm de profundidad, Valerio, o lo que quedaba de él, no aparecía.
         Comencé a pensar, en la medida en que mi sufrida y jadeante respiración me lo permitía, en decirle a Angelina que mejor desistiera de la idea… Mi estado físico no era el mejor para desenterrar una vasija con las cenizas de un difunto, enterradas nada menos que por Mustafá.
-“Quizás lo mejor sea que olvidemos esto, Angelina….” me animé a sugerir.
-“¡Es que está aquí, yo lo ví a Mustafá cuando cavó el pozo!”
Ya estaba a punto de tirar la pala, revolear el pico contra el techo del Jaguar y salir corriendo a la computadora a comprar un pasaje a Montevideo, cuando ví asomar entre dos terrones un trozo de plástico. Removí la tierra con las manos, tomé la punta del plástico y tironée hacia arriba como nunca he tironeado antes en mi vida de algo, pensando a los gritos pero sin dejar que Angelina percibiera mi estado de ánimo: “¡Salí de ahí, carajo!!” Gotas de sudor caían en mis manos.
Y salió. Una funda plástica de color verde oscuro que envolvía una urna de metal, dentro de la cuál habían descansado hasta ese día los restos calcinados y molidos de Valerio.
Por un momento los dos nos quedamos callados. Yo sosteniendo aquel objeto entre mis manos y Angelina con sus dos manos abiertas, suspirando. Otra gota de sudor resbalaba lentamente por mi cara y por mi cuello.
Para mi asombro, Angelina se compuso rápidamente y me dijo:
-“¡Ya, Claudio, gracias! ¡Vamos entonces!” Y se dirigió a abrir el baúl de su BMW.
Cargamos la urna en el baúl mientras pensaba: “Bueno, ahora la acompaño, la dejo a solas un momento para que se despida, esparcimos las cenizas y a volver a comer ravioles”. Después de todo, Villanueva estaba a diez minutos en coche.
Una vez cerrado el baúl, Angelina se irguió y miró hacia atrás. Instintivamente voltée la mirada en la misma dirección.
“Ay, Claudio, me gustaría llevar eso también”.
Unos cuantos metros más atrás, entre el Jaguar y la piscina, había un objeto que mi inconsciente había ocultado a mi vista hasta entonces, increíblemente. Me pregunté cómo había sido posible que no lo hubiera percibido antes. Y precisamente hacia ese objeto dirigía su mirada Angelina: una Vírgen de cemento de un metro de altura y que debía pesar no menos de 80 kilos.
¡“Pero Angelina!” balbucée llevándome una mano a la boca…. Enseguida me dí cuenta de que cualquier resistencia sería inútil. La Vírgen vendría con nosotros, eso sí, si podíamos cargarla...
Pues nada, cargamos con la vírgen también, a duras penas. Abrimos nuevamente el baúl del coche, y la metimos dentro, cuidando de no aplastar la urna.
Luego fuimos cada uno a su casa a cambiarnos de ropa. En cinco minutos estábamos de vuelta a bordo del BMW, con un difunto hecho cenizas y una Vírgen de ochenta kilos en el baúl, rumbo al cementerio de Villanueva.
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12- El cementerio
         Durante el corto viaje a Villanueva, yo le propuse a Angelina que una vez arribados al cementerio y elegido el lugar, abriría la urna y posteriormente la dejaría a solas unos minutos para que se despidiera definitivamente, al cabo de lo cuál esparciríamos las cenizas y asunto resuelto. Puse especial énfasis en el tema de la despedida. Le hice entender que en mi opinión era muy importante para ella. Lo comprendió.
         Llegamos al pequeño cementerio. Estaba desierto, todo el pueblo estaba silencioso. En el cementerio, la única presencia humana viva era un anciano que meditaba sentado al costado de una tumba. Seguramente su mujer, su hermano, su amante o vaya a saber quién, descansaba allí, y él vendría domingo a domingo a cerrar viejas cuentas no saldadas aún. Eso fue lo que me imaginé.
Abrimos el baúl del BMW y bajamos la urna. Yo ya había visto muy cerca de la entrada, un pequeño y hermoso cantero con flores.
Entramos por la austera puerta de metal al camposanto. Extraje la urna de la funda de plástico. Era como de hojalata, algo así como una lata de galletitas de las antiguas pero con forma de urna.
No había Cristo que pudiera sacarle la tapa, igualito que con las latas de galletitas de cuando yo era niño, pensé.
Miré a mi alrededor para ver si encontraba alguna improvisada herramienta que me permitiera forzar la tapa.
A mi derecha ví un galponcito. Allí encontré una cuchara y otras herramientas de albañil. Daba la impresión de que estaban haciendo reparaciones en el lugar. Por ser domingo, las herramientas descansaban a un costado.
Le pedí a Angelina que se alejara un momento. No quería que presenciara el momento de la apertura de la urna, que yo ya anticipaba como dificultoso.
Cuando estuvo lo suficientemente lejos y esgrimiendo la cuchara como un martillo la emprendí a golpes contra los bordes de la tapa de la urna hasta que cedió. Dentro había una bolsa de plástico transparente, muy poco elegante para tratarse de tan serio contenido. A través del plástico, se podían ver los restos de Valerio. Otra vez lo asocié con galletitas, pero molidas y de color gris pálido. Saqué la bolsa de la urna y le dije a Angelina:
-“Bueno Angelina, ya está”

Estábamos parados pocos metros después de la entrada al cementerio, frente al pequeño cantero con coloridas flores de estación que había visto al llegar.
-“Ay, Claudio y ¿donde te parece que las dejemos?” me preguntó agitando las manos.
-“¡Pues ningún lugar mejor que aquí, Angelina! ¡En este hermoso cantero con flores!” le sugerí ansioso por terminar la misión.
-“¿Te parece?” preguntó dubitativamente.
-“¡Absolutamente!” “No lo pienses más!” dije casi autoritariamente. Se llevó las manos al pecho como estrujando el camisón pero esta vez era un sobrio y elegante traje de dos piezas.
 -“Haremos así Angelina: Tú tomas la bolsa, yo te dejo a solas unos minutos y esparces las cenizas en el cantero, qué dices?” “Así te despides…”
Así fue. Me alejé unos metros y la observé mientras permanecía inmóvil unos minutos abrazando la bolsa de plástico. Luego, no sin cierta dificultad, esparció las cenizas. La mayor parte cayó en la tierra, el resto voló con la suave brisa otoñal.
Aproveché el momento para ir al contenedor de desperdicios a deshacerme de la funda y la urna de lata abollada.
Volví luego de unos minutos a su lado y la abracé. La invité a retirarnos cuando creí que había transcurrido el tiempo suficiente.
Ya nos íbamos hacia el coche, aliviados ambos, aunque por diferentes razones, cuando Angelina se detuvo bruscamente y me dijo:
-“¡La Vírgen, Claudio, la Vírgen!”
¡Por cierto, habíamos olvidado la vírgen de 80 kilos en el baúl del coche!. Fuimos hasta el BMW, el baúl todavía estaba abierto, cargamos la vírgen entre los dos a duras penas nuevamente. Mientras volvíamos a recorrer los pocos metros que nos separaban de la entrada del cementerio y del cantero florido, cargando la pesada Vírgen, Angelina me preguntó jadeando:
-“¡¿Y dónde la ponemos Claudio!?”
-“¡Pues aquí mismo Angelina, en este hermoso cantero con flores donde has esparcido las cenizas de Valerio, ¡¿donde más?!”
No había tiempo para discutir donde posar a la Vírgen definitivamente, así que lo más suavemente que pudimos, la dejamos vertical e inmóvil en medio del cantero.
         Digamos francamente que la Vírgen quedó como nacida en el pequeño cantero, en cuya tierra se posó pesadamente, rodeada de flores y de cenizas. La verdad, el conjunto lucía bien.
Estábamos a punto de terminar la misión.
         Nuevamente abracé a Angelina y la invité a retirarnos hacia el coche. Fabio no tendría idea a esa altura de qué estábamos haciendo ni dónde andábamos, pero yo, esperanzado, me lo imaginaba contento, escuchando cumbias y cocinando los ravioles del domingo.
         Al llegar al coche nos detuvimos y miramos hacia atrás. Más allá de la entrada del cementerio y sobre un hermoso cantero tapizado de flores, una Vírgen de pálido cemento custodiaba a partir de ese momento, las cenizas de Valerio, tardíamente despedido por Angelina.
Giré la cabeza y recorrí por última vez con la mirada el pequeño cementerio.
El viejo todavía meditaba inmóvil al costado de una tumba. Ni se había percatado de nuestra presencia.
         Pero algo en el conjunto no encajaba. Me llamó muchísimo la atención una cosa. No era un detalle que no había percibido antes, sino algo en la totalidad del conjunto. La puerta del cementerio no tenía una cruz, las tumbas no tenían cruces, ni símbolos, ni íconos de ningún tipo.
Supe entonces que por esa razón se destacaba más aún una vírgen de cemento rodeada de flores y cenizas. Y me invadió la sospecha de haber hecho algo inapropiado. Instintivamente le pedí a Angelina que subiera pronto al coche. Menos mal que era domingo y no había nadie en los alrededores, excepto el viejo pensativo que nunca nos vió.
-   “¡Vamos Angelina, yo conduzco!”
Durante el camino de regreso, más aliviados, pudimos conversar sobre muchas cosas, incluso sobre la posibilidad de su nuevo trabajo como Gerente del restaurante y su reciente idea de vender todo y mudarse a Madrid.
Nunca más se mencionó a Valerio a partir de ese día. 
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13.- El viento.
         Y así fue. Quizás esto que les cuento me ayude a contestar la pregunta.
Pienso en Angelina y rezo para que no aparezca en la puerta con un dolorcillo de pecho nuevo. Aunque si lo pienso bien, ella cambió totalmente. Ahora suele vérsela elegantemente vestida sin una razón especial, sólo por el gusto de hacerlo. Se la nota mucho más alegre y distendida. No volvió a mencionarme sus dolorcillos de pecho, por suerte. Es más, a partir de la despedida de su pasado, solemos disfrutar mucho, de tanto en tanto, de tardecitas de charla, en su propia casa, compartiendo ricos Ribera del Duero junto a su amiga Pilar que frecuentemente la visita.
El invierno se acerca con rudeza, aunque hoy como les dije es un domingo extraño, tibio y seco, y estoy esperando a Fabio que vuelva con pan recién horneado, manteca y mermelada.
         El trabajo que conseguí no es gran cosa y no promete mejores tiempos. Empiezo a extrañar. La crisis golpea fuerte. Angelina me habló hace unos días de sus intenciones de vender la propiedad y comprar algo más pequeño en Madrid.
Y mientras continúo pensando, entre mate y mate, me sigo preguntando qué hago aquí ahora.

         Fabio entra intempestivamente, como es su costumbre, y me saca abruptamente de mi estado pensativo. Lo primero que me dice es que cerrará su peluquería de lujo y se mudará al centro de Madrid.
-       ¿Y el pan y la manteca? Le pregunto sin haber procesado lo que acabo de escuchar.
-       Acá están. Tomá!
         Lo miro fijamente un instante, pretendo decir algo, pero prefiero optar por el pan calentito y la manteca. Mejor esperar y no pensar más. Tendremos todo el domingo para conversar. Así que nos sentamos juntos a desayunar. Los dos estamos callados y así seguiremos un largo rato.
         Pero la pregunta  me sigue rondando la cabeza y así será hasta la noche, lo sé. Porque yo estoy seguro que esta noche, con una copa de cognac y a la hora de  de tomar decisiones trascendentes, tocando una milonga oriental en la Ferrer de Granada de segunda mano, me entrarán esas ganas que me entran a veces de tanto en tanto, de tomarme los vientos. Quizás sin pensar más, encienda la computadora, conecte internet, entre en E- dreams y me compre un billete barato de regreso a Montevideo.
         No sé, quizás lo haga, porque tengo todo el domingo por delante para pensar. Uno es, fatalmente, una irrefrenable máquina de pensar, siempre.
         Miro hacia afuera por la ventana. El viento barre las últimas hojas del jardín.

CLN.- 2014.