viernes, 31 de octubre de 2014

Memoria
Yo andaría por los 18… 20 años. Vivía con mis padres en una hermosa casa en un hermoso barrio, hoy de clase alta, pero en aquel entonces, todavía albergaba familias de diferentes posiciones sociales, profesionales, obreros, empresarios. Ya no se vé eso.
En aquel tiempo, a principios de los 70´, estudiar no era fácil. Era una aventura. Y yo andaba en esas.
Imagínensé, el hoy Presidente estaba en cana, el padre del candidato a Vicepresidente también, el actual Ministro del Interior también, joder!, taban todos en cana!.
Medidas prontas de seguridad e inminente “estado de guerra interno”.
Por eso era una aventura estudiar. Una aventura cotidiana porque estudiar era poner tu vida o tu libertad en juego todos los días. Y tu cabeza… porque era también una aventura intelectual para los jóvenes que egresábamos del liceo y con apenas esas herramientas teníamos que procesar, interpretar, decodificar toda esa realidad que nos abrumaba.
Cada tanto sonaba el timbre de la puerta de calle. Antes sonaba mucho más que hoy (hoy suenan mucho más los bip bip de la computadora o el celular…), porque las facturas te las cobraban en la puerta, UTE, OSE, Impuestos, Casmu, yo qué sé!. Una tropilla de cobradores, casi todos veteranos y pelados, cada uno con un pequeño portafolios viejo y manoseado lleno de billetes, monedas y tarjetas perforadas, que llegaban en Vespas o Lambrettas hasta tu misma casa! Qué tiempos!.
Y también una tropilla de pibes y gente pobre pidiendo algunas monedas para comer. Para comer, sí, porque allá por los 70´no existía la pasta.
Pero igual uno siempre alerta al timbre. Podían ser también los milicos. No era raro que sonara el timbre y uno antes de abrir, mirara por la ventana y viera la cuadra tapizada de soldados y camellos. Allanamiento en fija. 
Pero me voy por las ramas. Quería contarles una historia. Un pibe. Antonio. Morenito de pelo bien rizadito y sonrisa blanca. Cada tanto aparecía por casa a mangar comida, monedas, ropa vieja. Pero hoy sospecho que también venía a conversar. 
Antonio andaría por los 11 años, calculo. Más o menos. Vivía en un cante allá por donde hoy está el cuarenta semanas. Su madre, empleada doméstica de a ratos, su padrastro, un marinero de prefectura.
Los viejos como yo, que nos criamos con el sonido del timbre de la puerta de calle, sabemos que éste sonaba diferente según quién lo tocara. Parece cosa e´Mandinga, pero sonaba diferente.
Así que sabías más o menos quién tocaba el timbre por la manera de sonar. Los que tienen años como yo, saben que era así.
Así que ese martes de primavera, a las once de la mañana, cuándo sonó el timbre, yo supe que no era un cobrador ni el jardinero ni el vecino ni los milicos. Supe enseguida que era Antonio. Porque mi cerebro seguramente había calculado el tiempo con precisión desde su última visita, como para saber que existía un 99 % de probabilidad de que fuera él.
Abrí la puerta tranquilo. Era Antoñito. Nos saludamos como viejos amigos y él no tuvo apuro para pedirme nada. Nos pusimos a conversar tranquilamente. 
Me contó que estaba cazando apereás en las orillas del Miguelete y que se los compraban a 10 pesos cada uno en un frigorífico de su barrio. ¿Decís que no? Mirá que sí!.
Era un pibe inquieto. Me hacía preguntas difíciles sobre una pila de cosas que ni yo sabía.
En un momento determinado, cortó la charla y me preguntó a boca de jarro:
_ “¿Usté tiene bicicleta no? Yo lo ví andar en bicicleta….”
- “Si, tengo” le contesté.
- “¿No me la presta pa andar un poco?” me encajó.
Yo bajé los ojos al piso, me rascaba la cabeza como sin saber qué contestarle. Y era exactamente lo que me pasaba. No sabía qué contestarle. Mi bicicleta querida.
Así que le contesté con otra pregunta:
“¿Y pa qué la querés?”
Me contestó:
“Pa dar una vuelta! Pa qué va a ser?!”
“¿Pa dar una vuelta….? ¿Y me la vas a traer….? (yo me seguía rascando la cabeza)
“¡Seguro! Se la traigo, Don!!!”
Miren, ustedes dirán que fui un gil. Capaz que tienen razón. Pero le dije:
“Ta bien, vo, Antoñito, te la presto…. Pero…. Me la traés eh?!!”
“Si, Don, se la traigo!” me contestó, ansioso y adivinando que la chiva estaba agarrada.
Así que fui al garaje, y volví con mi linda Bianchi rodado 28 media carrera, lustrosa, que hacía como un año que no usaba después de todo… Y sí, yo mismo me ponía excusas pa prestársela, qué iba a hacer?
Cuándo aparecí frente a Antoñito con la Bianchi, le brillaron los ojos, y los dientes, más!
Se montó en la chiva, me miró con una gran sonrisa y se fue, pedaleando como Atilio Francois. Yo quedé como un nabo haciendo adiós a Antoñito y a la Bianchi que años atrás me habían traído “los reyes”.
Bueno, media vuelta y encarar ir a Facultad. Olvidate de la Bianchi. Una hora y media de viaje a Sayago. 
Volví a casa a eso de las 7 de la tarde, cansado y muy triste por algunos sucesos que ese día marcaron mi vida para siempre y que no voy a comentar ahora, aunque pueden imaginarlo si quieren.
Una vez en casa, me preparé un mate y me fui, con toda la familia, a escuchar el comunicado de las ocho menos diez, chan, chan chan, chararanchanchararánchán chán!. 
Miré para el costado, y al pie del sofá, estaba mi bolso, con tres mudas de ropa, abrigo, unos pesos y el pasaporte, siempre por las dudas.
En eso, sonó el timbre. No era hora de cobradores ni jardineros. Todos nos miramos con los ojos y las manos tensas y ya amagamos abrazos . Yo fui el primero que encaró ir a atender. 
Durante el trayecto de 12 o 14 metros hasta la puerta, unos pocos segundos, pensé muchas cosas, pero sobre todo en ese timbrazo a las 8 menos diez de la tarde y algo me dijo que no podía ser. Esa manera de sonar del timbre yo la conocía muy bien. Y estaba seguro de que no eran los milicos.
Con un cincuenta por ciento de resignación y otro cincuenta por ciento de esperanza, finalmente abrí la puerta.
Me reí. Me reí a carcajadas. Casi lloro. Sentí una alegría hacía tiempo olvidada. Frente a mí se paraba un moreno mozalbete de once años más o menos, sudando hasta por los dientes blancos desparramados en una sonrisa enorme, sosteniendo una Bianchi lustrosa rodado 28 con mil kilómetros más de recorrido, y a punto de contarme su aventura. 
Pero, perdonen, esa es otra historia.
Salú!