miércoles, 27 de abril de 2016

Cometas.
De esto me acuerdo clarito. Nada de trampas en mi memoria.
Todos nos vamos a morir un día como siempre pasa. Antes la gente se moría igual que ahora, de vez en cuando y por diversos motivos y razones que no viene al caso enumerar.
Pero el asunto es que, hay que velar al difunto. Y una cosa bien importante es tener las cuentas saldadas con él. No las materiales, sé que me entienden. Las otras. Aquellas que si no se saldaron en vida del malogrado cristiano, nos perseguirán siempre derramando la culpa día a día sobre nuestras cabezas. Y hace mucho tiempo todavía era costumbre velar al viajero en su propia casa.
Y había que pasar un largo tiempo junto a su cuerpo inerte y rodeado de cirios encendidos, en un oloroso mar de rosas, claveles y coronas que no paraban de llegar y acumularse en torno de aquel que ya no estaba pero estaba allí.
Eso era así antes, hace mucho tiempo, o no, digamos unos 50 años atrás. Pero la ocasión era propicia para el reencuentro con amigos o parientes a los que no se veía hacía tiempo.
Los velorios se llevaban a cabo como dije en la propia casa del difunto, junto a sus cosas, sonidos, ritmos y colores cotidianos. No era raro por ejemplo sentir el olor de la cocoa caliente colándose por la banderola del baño desde la casa contigua y así muchas sensaciones cotidianas más. Y el barrio entero, los vecinos, los amigos, y todo aquel que encontrara propicia la ocasión para socializar, fluían adentro por la puerta "cancel" interminablemente, a dar su último adíos. Y salían a conversar o fumar un cigarrillo a la vereda, ocasión más que oportuna para ponerse al día en diversas cuestiones.
Un acontecimiento de tal índole, merecía la mayor atención de todo el barrio. Y el barrio mismo era muy diferente esos días. La gente se conocía desde generaciones atrás, había memoria de tiempos largos, tejida pacientemente durante muchos años de cotidianeidad compartida.
Dependiendo de la fama, carisma, edad, aptitudes y actitudes personales que el difunto había desplegado en su vida, y alguna que otra particular circunstancia extraordinaria que siempre era oportuno recordar, éste convocaba más o menos gente a su velorio. Pero esto es un detalle, digamos que siempre estaba lleno de gente un velorio en el barrio. Era un pedazo de vida que se iba y un recuerdo que se instalaba para siempre en la memoria colectiva.
Y llegaba la gente y llegaban las flores, y el barrio vivía un velorio más, con naturalidad, expresiones de cariño y pesar, y por qué no, algún chisme, verdadero o no, relacionado con el difunto. Era una oportunidad única.
Y para los botijas como yo, más.
Junto con las flores llegaban las tacuaras que sostenían las coronas. Estas últimas eran rápidamente acondicionadas dentro del domicilio convertido por un día en sala de velorio. Las tacuaras, separadas de aquellas, quedaban casi siempre recostadas a algún árbol de la vereda.
Y los botijas del barrio nos poníamos de alguna manera contentos, porque de última, la muerte era cosa de grandes y como asunto de ellos no nos concernía en absoluto, excepto que era una oportunidad muy rara de hacer con nuestras propias manos algo que nos encantaba: cometas.
Llegada la hora de partir con el cortejo hasta la última morada del que se ausentaba, los adultos daban por culminado el velorio y se llevaban hasta aquella gran carroza negra y profusamente ornamentada el cajón más o menos lujoso según las circunstancias, procedían a ubicar las flores y coronas sobre sus agarres, adornando la partida del ser querido e iniciando su lento y definitivo camino al cementerio.
Se iban todos, pero los botijas no. Nos quedábamos respetuosamente hasta que ya no quedaba casi nadie en la calle.
El barrio permanecía unos minutos en silencio hasta que el último coche del cortejo daba la vuelta a la esquina. Luego la algarabía se adueñaba de las veredas.
Corríamos a juntar las tacuaras que habían quedado recostadas contra los plátanos, como sabiendo que íbamos a ir por ellas, como esperando.
Con un cuchillo las partíamos a lo largo, fabricando finas costillas.
Uno de nosotros corría a la panadería a pedirle a Manuela que nos regalara papel, otro buscaba cola, otro se hacía de un rollo de hilo de cometa , otro traía más papel, éste de colores, mágicamente obtenido en la librería del barrio, y multitud de manos de botijas fabricaban una cometa hermosa.
Sin censura, sin adultos vigilando travesuras inoportunas, corríamos a través del parque gritando y riendo. Aquel de nosotros más veloz y fuerte, aquel que era el líder, llevaba entre sus manos la cometa recién hecha, aún oliendo a flores. Trepábamos a lo más alto que podíamos encontrar y nos entregábamos al frenesí. Todos mirábamos al cielo, al punto preciso en que una cometa de colores con su fuerza amenazaba con romper el hilo pero coleaba, coleaba majestuosa, remontada por botijas de barrio desde lo más alto de las canteras del Parque Rodó.

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