miércoles, 27 de abril de 2016

Yo aùn no habìa nacido. Pero igual me acuerdo. No sé si serán las trampas de la memoria, como dice mi hermano, pero igual me acuerdo, aunque aún no había nacido. Debe ser porque el tiempo no existe más allà de los relojes, o vaya uno a saber por qué misterio y esto no deja de preocuparme ciertamente aunque después de todo no tiene ninguna importancia en relación a lo que voy a contarles. Se me ocurre que yo ya estaba dentro de los proyectos de mi madre en sus feroces veinte años. Estaba allì entre sus senos aunque pasarían muchos años hasta que me amamantara de verdad. Es cierto, yo nací mucho después pero esa noche estaba allí mirando con ojos tan abiertos como dos lunas de Paso Yobai, una en el monte, otra en un espejo con marco de caoba que colgaba de la pared de madera de aquella rústica cabaña y que alguna vez había iluminado otras caras en un país lejano. Mi madre tocaba en el piano nocturnos de Chopin mientras el Yasi Yateré silbaba seductoramente en la espesura y el arroyo invitaba al sueño. Una vela sobre el piano recortaba su figura , esforzándose por ver la partitura. En un momento dado, creyó que sus manos no eran suficientes para seguir tocando y se detuvo. Se inclinó hacia atrás con un gesto parecido a la frustración y suspiró. La llama de la vela se balanceaba acariciada por la brisa que entraba por las ventanas abiertas junto con, es justo decirlo, nubes de mosquitos. Miró hacia ellas para contemplar la noche iluminada por la luna. Pero entre sus ojos y la luna, lo que vió, y juro que yo también ví, fueron tres, cuatro, siete, doce caritas de indios Guayaquíes apoyadas en los marcos esperando que siguiera tocando, como hipnotizados. Entonces, mi madre no pudo hacer otra cosa que acomodarse de nuevo frente al piano y proseguir lo mejor que pudo con los Nocturnos. De eso, me acuerdo clarito, aunque aún no había nacido.
Pasaron muchos años y mi madre muy lejos ya de esas lunas y los silbidos seductores del Yasi Yateré, finalmente se decidió a parirme y amamantarme de verdad y no en sueños. Más adelante, cuando ya tuve capacidad de escuchar de sus labios las historias que uno debe escuchar de los labios de su madre, me contó lo que pasó después aquella noche. Claro, en aquel momento allá en el monte, yo ya estaba dormido entre sus brazos y no lo ví, y necesité nacer años después para que me lo contara tal y como pasó. 
Fue así. A la mañana siguiente, cuando la luna ya se había ido y el sol secaba la yerba mate, ella había salido a recorrer los aledaños de la cabaña sitiada por un monte espeso y se había encontrado con una docena de Guayaquíes de todas las edades, acampados malamente a la orilla del monte, hambrientos, enfermos, algunos con heridas agusanadas. Entonces se acercó a la más vieja, la más enferma y desvalida y con extremado cuidado y paciencia curó sus heridas con improvisados unguentos. La vieja india, tremendamente aliviada miró a mi madre a los ojos con los suyos propios húmedos de rocío y le dijo: “Gracias, pídeme lo que quieras…”. Mi madre no quiso pedirle nada a cambio pero la vieja india, curtida por el sol y el hambre insistió: “Pídeme lo que quieras…” Entonces mi madre no supo qué hacer y en su desconcierto le señaló un colgante que a modo de rosario de piedritas, dijes y abalorios llevaba la india colgado de su cuello. La vieja india de ojos hundidos y buenos, apretó el collar contra su pecho, miró fijamente a mi madre y le dijo tiernamente, cosa que mi madre comprendió a la perfección: “Esto… esto es lo único que no puedo darte…..”.
Entonces, muchos años después de aquella noche en la que yo aún no había nacido pero igual estaba allí, lejos ya del calor del pecho de mi madre y con estas historias que de sus labios escuché, que aún resuenan en mis oídos, más allá de los relojes para siempre, comprendo que es posible, por qué no? Que Chopin alguna vez tocó el piano en Paso Yobai, una noche de luna llena, acompañado por el silbido del Yasi Yateré.

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